No pretendo ir de lo que no soy, ni engañarles, ni ocultar nada en este relato. O casi nada, al menos.
Pat iba de paquete en la moto Dani, una preciosa Yamaha R-1 negra. Era nueva y relucía. Su manillar, sus maletas, sus neumáticos. Envidiaba a Dani por eso, aunque no podía quejarme de mi Honda CBR 600 roja, que rugía como una diosa. Acababa de comprarla gracias a un chollazo, a un tipo que casi se mata en carretera y pasó de las motos de la noche al día. La Honda tenía una abolladura y un rasponazo que arreglé, pero por lo demás estaba perfecta: delantera nueva, filtros nuevecitos, igual que su arrastre, la batería y el tubo de escape. Yo llevaba a Maite en mi Honda. En aquel absurdo picnic en la sierra, asados de calor y rodeados de moscas y matojos, me quedé petrificado ante aquellos ojos almendrados, la nada dócil mata de pelo rubio cobrizo, las manos, ese cuello que parecía cincelado, esos pechos no muy generosos pero que también parecían tallados, esos muslos mal escondidos en una falda de seda.
Fue todo muy rápido. Aquella misma sobremesa, tumbados sobre ese secarral y adormilados por las tres botellas de Rioja, pensé que podría ser mía. No era algo demasiado complicado. Dani era un tapado de manual. Sabía bien que lo que le gustaba eran los tíos. Lo había intentado, muy sutilmente, conmigo. Era cuestión de esperar, pero yo no quería esperar. Quería a Pat en mi moto, en mi cama, en mi ducha y en mi vida.
Intercambiamos mails. Lo de las cartas, esas decenas de misivas mandadas a novias aburridas, conservadoras, encantadoras o taradas, había quedado completamente desfasado. No guardo los mails que le mandé a Pat porque desde entonces he cambiado dos veces mi cuenta, pero recuerdo que ya en el octavo me lancé. Ella se lanzó también, sin pensarlo. Al leer su respuesta, el corazón me latía desbocado. Me respondió rápido, en sólo tres minutos. Como esperaba, fue sencillo, muy obvio. Ya lo había dejado con Dani. Me alegré por él. Yo rompí con Maite en un taxi. Fue todo muy natural, sin escenas, sin aspavientos.
El primer encuentro a solas fue muy torpe. Aunque nos seguíamos gustando, ella pensó que yo era un reaccionario y yo que ella era una progre con una tortilla de ideas inalcanzables. No nos encamamos esa noche, ni la siguiente. Fue tras una fiesta en casa de mi hermano Lucas, en la que celebraba su graduación con notable. Siempre fue el cerebrín de la familia, aunque yo me quedé con los ojos de mamá y él con la alopecia de papá. En aquella fiesta, que se desmadró y los vecinos acabaron llamando a la policía, Pat tomó media pastilla de a saber qué y de madrugada empezó a sudar y a comportarse como una dulce lunática. Con aquella blusa blanca, empapada en sudor, se le trasparentaba todo.
Cuando estaba preparándome mi enésimo cubata en un vaso de tubo de plástico, ya bastante tocado pero no borracho del todo, la bella Pat me cogió de la mano con una delicadeza y una suavidad increíbles y me empujó hacia el cuarto de baño. Saludamos a mi pobre hermano, que acababa de vomitar y estaba pálido. Notable cebollón el suyo. Cerramos la puerta y nos besamos, nos sobamos, nos engullimos. De fondo sonaba Atlantis, de Donovan. “Way down below the ocean where I wanna be, she may be”. Aunque no podía más, no quise hacerlo en esa casa y menos en ese cuarto de baño. Pat no dijo absolutamente nada, sólo seguía catando.
Mis labios, mis mejillas, mis orejas, mi cuello… Yo hice lo
mismo, aunque de forma más torpe. Ella era una experta. El efecto de la pastilla todavía le hacía efecto. Mirando a aquellos preciosos ojos y a esas pupilas dilatadas, supe que ella quería otra cosa, otro lugar.
Lo hicimos por primera vez en mi casa. La gata observaba con resignación e indiferencia el perfecto desnudo de aquella otra gran felina. Bueno, casi perfecto. Esa noche, esa primera noche de todas las que vendrían, vi por primera vez, y mientras entraba en ella, la cicatriz de Pat en su muñeca. No me desconcentró y seguí a lo mío, aquel cuerpo alucinante era demasiado fiel a mi canon de belleza. Pero cualquiera hubiese sabido que esa marca suicida era sinónimo de muchos problemas, que lo mejor hubiese sido un cigarrillo, un “Nos llamamos” y no volver a verla más. Pero yo estaba enamorado, enganchado, atrapado como un zombie haitiano sin voluntad.
Al mes ya estaba con sus cosas plantada frente a mi puerta. La gata la olió y odió durante tres semanas, no llegó al mes. Pasado ese tiempo de adaptación, se hicieron íntimas. Lo mismo hizo con la portera. No trajo demasiadas cosas. Pat era medio gitana, medio nómada. No trajo un solo mueble, sólo dos maletones con sus ropas y tres cajas con sus libros y su música. Esa era toda su vida acumulada en 23 años. Yo tampoco tenía gran cosa en mi apartamento, soy un tipo austero y sin blanca, así que Pat pudo colocar todas sus cosas sin ningún problema.
Mi abuela había dado su último suspiro en la residencia. Hacía años que no sabía ni quién era. Así que acababa de heredar. Decidí celebrarlo e inaugurar nuestra vida juntos cambiando de moto. Vendí la Honda y me decidí por una Harley Softail De Luxe con Power Comander para aumentar su potencia, cuentarrevoluciones, doble disco de frenos, barra de protección para motor, bellos estribos, lujosos pedales, preciosos espejos, reloj, la funda original de Harley y, como remate, dos perfectos cascos de piel Harley, uno para mi, otro para Pat. Ella la admiró ilusionada. Con la Harley nos conocimos de pe a pa la sierra madrileña, viajamos en repetidas ocasiones a Cuenca, Toledo y Segovia y también visitamos Mérida, Sevilla y Córdoba, ciudad que realmente no llegamos a conocer porque no salimos de la habitación del hotel. Ya me entienden ustedes.
También usamos la Harley para ir hasta Francia. París fue donde Pat más feliz fue, sin lugar a dudas. Sé que suena a estereotipo romántico, pero fue así, ya les he dicho antes que no pretendo ir de lo que no soy, ni engañarles o manipularles en este relato. Y allí compró el disco con nuestra canción: Atlantis.
Los tres primeros años con Pat fueron alucinantes, en ellos nos conocimos, nos peleamos y nos reconciliamos como todo hijo de vecino, pero no todo el mundo tiene que saber qué es el trastorno bipolar. Yo lo tuve que conocer por boca del médico que cuidó de la bella Pat en el primer ingreso de los muchos que tuve que sufrir. Pat padecía el también llamado trastorno afectivo bipolar, algo que hace años se conocía como psicosis maníaco-depresiva. Pat, a la que tuve que recoger en El Retiro, tumbada bajo uno de los enormes almendros de El Huerto del Francés, sufría, así decía el buen médico, un trastorno de su estado de ánimo. Había entrado en otra de sus agudas depresiones.
La llevé en taxi para que la ingresaran, y la cosa fue muy bien. Los dos hablamos de su problema y ella se abrió a mí como nunca lo había hecho. Durante meses, casi un año, la sanaron, la cuidaron y superó aquello como una valiente y madura señorita. Para celebrarlo, volvimos a la carretera y con una nueva moto, una Suzuki Burgman de segunda mano pero como nueva. Con ella recorrimos Málaga, Almería, Murcia y Alicante, ciudad que, por cierto, horrorizó a Pat.
El sexo volvió a ser fabuloso y libre y ella engordó algunos kilos que les sentaron muy bien, sobre todo a su antes mencionado trasero, que ella lucía con generosidad y orgullo.
De vuelta en Madrid, Pat aceptó un trabajo en un agencia publicitaria y yo seguí con mis artículos y relatos, además de una novelita que se me atragantaba, no veía ni el tiempo ni la energía para dedicarme a ella. Por mucho que respetásemos nuestros espacios, la casa no tenía la soledad necesaria para enfrentarme a ella, para escribir de verdad, concentrado. En aquellos días, empecé a echar de menos la soledad en la que había vivido hasta la llegada de la bella Pat. Ella, para qué negarlo, ayudó mucho a avivar esa sensación. En pocas semanas, la echaron de la agencia por montar un numerito a la mujer de administración. En paro, se plantó en casa “para escribir”. Sólo fui capaz de sacarla de casa para montarla en la Suzuki y visitar Portugal, viaje que teníamos en mente hacía meses. Olvidando una escena muy desagradable en una marisquería, todo fue genial. También el sexo. Otra vez. Mucho y del bueno. Nos complementábamos en la cama. Bueno, en la cama, en la playa, en el campo, entre matorrales o en baños de discotecas.
De regreso a la ciudad, Pat volvió a esconderse en su caparazón y a no salir de la sala “para escribir”.
Decir que descuidó su higiene sería ser un cursi. Pat no se duchaba, estaba echa una cerda todo el santo día.
Y ni comía, ni me acompañaba a hacer la compra. Volvió a adelgazar y su culo perdió aquel esplendor que había logrado. Ya casi no hablábamos en casa, no salíamos de ella y el sexo desapareció durante demasiadas semanas. La Suzuki ya sólo la montaba yo. La necesitaba. Mis paseos solitarios por Madrid fueron toda una terapia para mí, logré con ella una muy necesaria laxitud.
Un día, Pat salió a por cigarrillos y se dejó el portátil encendido en la sala, que apestaba a tabaco. Me acerqué a él y leí algunos de sus escritos. ¿Recuerdan aquella escena de El resplandor en la que Shelley Duvall descubre que Jack Nicholson sólo ha escrito en su máquina de escribir centenares de veces “No por mucho madrugar amanece más temprano”? Pues fue algo parecido, pero sin esa repetición. Pat había escrito cosas como: “No dura todo, pero el fin ensancha todas las cosas, alguna vez veré por fin la verdad pero no hoy, mañana a madrugar. Somos lo que vemos y lo que ven dentro o a través. Luz sin sonido, oscuridad sin ritmo, calma plena”. Y todo así. Un palique absurdo e indescriptible. Ilegible. Página de Word tras paginas de Word. Me quedé petrificado. Lloré, lo confieso. Como un crío. El corazón me iba a ciento ochenta por hora. Cuando regresó a casa disimulé, salí a la calle y me di otra vuelta con la Suzuki.
La bella Pat tomaba Olanzapina, un medicamento que, supuestamente, ayuda a gente con depresión severa o psicótica, que era su caso. A veces rompía con la realidad y sufría alucinaciones. Todavía recuerdo, como si fuera hoy, aquella madrugada en la que me dijo que yo era el demonio. La encarnación de Satanás en la tierra. Nada menos. Se lo juro.
Una noche, en la que la invité a despejarse y a cenar en un italiano que nos encantaba, se pasó con la dosis y la mezcló con vino blanco. Tras ducharse y maquillarse de forma exagerada, como una meretriz, salimos a la calle y nos dirigimos hacia la Suzuki con nuestros cascos. Pat se tambaleaba como un saco de boxeo, derrapaba al hablar, entrecerraba los ojos. Fue la vez que más asco me dio. Sentí por ella una absoluta repugnancia y muy poca piedad. Ya no me quedaba ni un puñetero gramo de piedad. La observé, detuve mis pasos y le dije: “Así no voy contigo a ninguna parte, estás colocada”. En vez de defenderse, Pat se abalanzó sobre mí y empezó a pegarme con el casco de la moto. Después lo tiró y se centró en propinarme bestiales bofetadas en la cara, puñetazos en la tripa, patadas en las piernas…
Y sin gritar una sola palabra. Muda. La gente que pasaba a nuestro lado nos miraba espantada. No respondí. La hubiese tumbado, pero ni quería hacerlo, ni tenía ganas de una demente versión de Pat en comisaría. En ese supuesto, tenía todas las de perder. Me limité a montar en la Suzuki, a arrancarla y largarme de allí.
No regresé con ella. Las siguientes semanas, casi un mes, dormí en casa de mis padres. También hablé con su familia, que consiguió volver a ingresarla. Pero esta vez no funcionó, el buen doctor, superado por su brote, no fue tan positivo como la última vez en el hospital.
Volví a casa, tenía que enfrentarme a la verdad. Había engordado otra vez. Mucho mas. Estaba desfigurada y, para colmo, se había pasado a la ginebra. Olanzapina y ginebra, háganse ustedes una idea. Era imposible hablar con ella. En nuestras patéticas conversaciones, de cada dos minutos que yo metía baza, ella hablaba veinte. Y sin sentido, en bucle, repitiendo una y otra vez los mismos reproches, insultos, inventos y mentiras. Además era hiriente, quería hacer daño. Y se lo quería hacer a todos: a mí, a mi madre, a mi padre, a mi hermano, a Dani, a mis mejores amigos… No quería dejar nada en pie, pretendía arrasar con todo.
El último verano con Pat, cambié otra vez de moto. Vendí la Suzuki y me agencié otra Harley. Sólo cinco días después de comprarla, hice un viaje solo. Hasta Barcelona, donde tenía a un buen amigo editor al que le conté todas mis penas. Cuando regresé, aparqué la moto abajo, metí la llave en la cerradura y vi que no entraba. Lo intente, pero nada. Confuso, bajé a portería. Pat, según me confesó la portera, había llamado a un cerrajero y cambiado la cerradura. Mi cerradura. Grité para que me abriera, la llamé al móvil decenas de veces, la llamamos desde portería. Nada. Pensé en llamar a otro cerrajero, a la policía, al buen doctor, a su familia, en tirar la puerta… Pensé de todo sentado en uno de los viejos y agrietados sofás de cuero del portal. Pero no hice nada de eso. Todo lo que tenía de verdadero valor en la vida estaba en el portátil que traía conmigo.
Mis relatos, mi novelita inacabada, mis ideas, mi trabajo, mis contratos, mis facturas… Tomé entonces la decisión más absurda y feliz de toda mi vida. Sencillamente cogí la Harley y me largué. Pillé la A-1 y me dirigí al norte. Sin bagaje, sin nada. Sin mi gata, sin mi vida, sin mi Pat. Y lo hice tarareando Atlantis, de Donovan. “Way down below the ocean where I wanna be, she may be”.
Fuente foto CBR600rr: Licencia CC Attribution-Share Alike 2.0; Autor: Justin Capolongo
Fuente foto de Model Harley-Davidson Softail Deluxe: Licencia CC Attribution-Share Alike 4.0 International; Autor: InformationMasterTR
Fuente foto Suzuki Burgman: Licencia CC Attribution-Share Alike 3.0; Autor: Gunnar Richter Namenlos.net
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