Paradójicamente, lo mismo puede decirse del valor. Lo que hoy es una simple rutina, mañana podría ser un acto de valentía (y al revés). Lo dicho se aplica a la política, la sociedad, el deporte y, por supuesto, a la carretera.
El primero que se atrevió a recorrer un país o un continente sobre dos ruedas, fue tildado de loco o suicida; hoy es simplemente un aventurero.
Los pioneros tienen siempre un punto de locura y otro de coraje. Como cuando le preguntaron a Sir Edmund Hillary por qué había escalado el Everest y éste contestó: “Porque estaba allí”.
En 1984 el realizador James Cameron dirigió Terminator, y más allá de las alabanzas críticas y el éxito de público, muchos se mostraron escépticos (por decirlo de un modo diplomático), ante el axioma del filme: una inteligencia artificial (IA) llamada Skynet que es puesta a cargo de la última línea de defensa de Estados Unidos. La máquina toma conciencia de sí misma y decide eliminar a sus enemigos desencadenando una guerra nuclear. Sin embargo, lo que hace más de tres décadas se vislumbraba como una gran boutade, hoy se percibe como la obra de un visionario. “La inteligencia artificial nos destruirá” ha dicho hace tan solo unos días Elon Musk, fundador de Tesla y Space X y considerado uno de los grandes gurús de Silicon Valley.
“El desarrollo de la inteligencia artificial podría significar el fin de la raza humana” afirmó el recientemente fallecido Stephen Hawking, una de las mentes más brillantes del planeta.
“No hay cortafuegos posible, ni marcha atrás” declaró hace unos meses Mo Rawbat, director de Google X, el laboratorio de proyectos secretos del titán de Palo Alto y considerado uno de los mayores expertos en inteligencia artificial del mundo. “Estamos programando esas máquinas a nuestra imagen y semejanza, y somos seres infelices llenos de frustraciones. ¿Les daremos a esos entes un poder ilimitado otorgándoles, al mismo tiempo con nuestra desastrosa manera de resolver los problemas? ¿Soy el único que ve el problema?”, remataba Rawbat.
Las primeras demostraciones prácticas de lo que predican Rawbat, Musk o el catedrático de filosofía Dan Dennett, se han dado, cómo no, en el mundo de la automoción: los ingenieros de Google han reconocido con un punto de terror en sus palabras, que los coches autónomos no pueden garantizar la seguridad del que los conduzca. El motivo es sencillo y relativamente fácil de explicar: para una máquina programada en parámetros matemáticos, los factores emocionales no son parte de la ecuación. Pensemos esto: un hombre de 40 años, soltero, sin familia conduce un coche autónomo. Al otro lado, un padre de familia con sus dos hijos en otro coche de la misma clase.
Los dos coches intercambian datos constantemente para mejorar su comportamiento en carrera. Los dos detectan, gracias a un algoritmo que analiza millones de datos en décimas de segundo, que ambos vehículos van a colisionar. El que conduce el hombre de 40 años decide arrojar el vehículo al arcén o por un puente o contra un muro. En matemáticas, tres siempre es mejor que uno. Sin embargo, eso puede no tranquilizar demasiado al tipo que se encuentra tras el volante del coche sacrificado: uno no compra algo para que sea ese objeto el que defina su vida o acabe con ella.
Y esto nos lleva al mundo de las motocicletas, que hasta ahora parecía bastante apartado de este tipo de conflictos humano-máquina que, tarde o temprano, acabará afectándonos a todos. Yamaha anunció hace unos meses que lleva ya un par de años avanzando para lanzar un primer prototipo con la inclusión de un ordenador central dotado de inteligencia artificial.
Un estabilizador a prueba de bombas, un motor de búsqueda y análisis que se comunica no sólo con la motocicleta y sus componentes, sino que, en menos de un lustro, podrá predecir accidentes gracias a su conexión con todos los vehículos que circulen por esa misma vía y equipados con el mismo estándar de IA. En menos de dos (lustros) la moto se comunicará con sensores colocados en el asfalto. Decidirá si la temperatura del neumático es correcta para esa calzada, podría variar la trazada de una curva basándose en datos que le ofrecen otras motocicletas que han pasado hace un minuto por allí. De hecho, llegados a cierto punto, la moto podría ser autónoma hasta el punto de que la presencia del humano fuera un adorno.
Podrían abolir el uso del casco y reducir la mortalidad a porcentajes que jamás hubiéramos imaginado. Se acabaron los accidentes, se acabaron los descuidos, se acabaron los problemas. La IA incluiría un alcoholímetro y si detectara en su conductor una copa de más, podría bloquear la moto; podría rastrear patrones de tráfico para evitar accidentes con vehículos que ni siquiera han salido de casa. Todo el mundo estaría a salvo con dos ruedas, cuatro o dieciséis. Asunto resuelto, ¿verdad?
Bueno, el propio Rawbat advierte del twist: “Naturalmente, sólo podrían circular vehículos que estuvieran equipados con esos equipos. Y esos equipos no podrían desconectarse. Jamás”.
Dicho de otra manera, cualquiera que quisiera salir a dar una vuelta con su moto clásica se vería con la obligación de romper la ley por el sólo hecho de sacar la moto del garaje o conducirla cien metros. En un modelo regido por una IA, aquellos no integrados en el sistema serían automáticamente ilegales. Por supuesto, en nombre de la seguridad vial se pasarían nuevas leyes que prohibirían la circulación de vehículos convencionales hasta que, como en la novela Soy leyenda (de Richard Matheson), el tipo normal acabara siendo la anomalía en un mundo de vampiros.
En 20 años, el propietario de una Harley, una Triumph o una Honda, se enfrentará a un escenario complejo: podrá adaptar su moto a los requisitos legales (no sería barato, habría que adaptar los componentes y la propia estructura) y circular sin problemas. Naturalmente, y desde ese momento, la moto le conduciría a él y no al revés. Ella decidiría si las condiciones meteorológicas se ajustan a la velocidad, si conviene ir por la izquierda en lugar de por la derecha o si conviene ponerse en modo autónomo porque la forma que tiene el dueño de conducir no se ajusta a los parámetros que lleva incorporados el ordenador central. Sus datos, rutas, patrones de conducción y comportamiento en carretera se almacenarían en un control supremo. Uno podría ir donde quisiera, pero su destino y el camino elegido para llegar a él podrían ser consultados en tiempo real. Como un GPS que no puede desconectarse.
En el futuro, en un escenario que tiene mucho de apocalíptico para los que aman largarse sin rumbo fijo, el valor podrá ser simplemente subirse en una motocicleta de los años 80 que no ha sido modificada, que no se comunica con el asfalto, que resbala, que puede resultar peligrosa, que no puede conducirse sola y que no habla con el conductor excepto por el bramido del tubo de escape.
Lanzarse a la carretera ha sido siempre un acto de fe y, sobre todo, una declaración de intenciones (de las que se anuncian con un megáfono, encima de un pódium) y que demuestra que para algunos/as los límites los marca uno/a mismo/a. Por eso, el contexto puede provocar que lo que un día consideramos que había dejado de ser un acto de valor vuelva, de repente, a adquirir el rol de símbolo. “Nuestra integridad vale tan poco, pero es todo lo que tenemos, es el último centímetro que nos queda de nosotros. Si salvaguardamos ese centímetro, somos libres” decía el personaje de V en V de Vendetta. Porque el valor puede ser simplemente ponerse el casco sin avisar a nadie e irse lejos. En el futuro, como siempre, el valor irá en moto.
Fuente foto Destacada Honda V4 Concept: Licencia CC Attribution-Share Alike 2.0; Autor: Dave Humphreys
Fuente foto Terminator: Licencia CC Attribution-Share Alike 2.0; Autor: Dick Thomas Johnson
Fuente foto Honda NM4: Licencia CC Attribution-Share Alike 4.0 International; Autor: Rainmaker47
Fuente foto MOTOROiD: Fuente: Yamaha Motor Co., Ltd.
Valora este artículo sobre el futuro a dos ruedas
Añadir comentario