Tengo una amiga que ha decidido montar un trío: ella, su pareja y la MV Agusta f4 1000 de él, no la “S”, sino la RC.

Los tres han encontrado por fin el valor suficiente para aceptar la situación, y ahora mantienen una relación estable, si es que el binomio relación estable puede abandonar alguna vez la condición de oxímoron. Conviven felices -asegura-, la relación marcha ahora sobre ruedas.

Antes las peleas eran constantes, los celos por aquellas escapadas para poner a la otra a más de cien, la rabia del día que lo descubrió abstraído, observando la foto de ella, repasando con el dedo su ligero chasis trellis, con esa melancolía animal en la mirada.

Ya te cansarás, le tiraba ella en cara, y entonces ¿qué?, ¿a quién buscarás? Pero él repetía que una moto puede envejecer, pero el amor por una moto, nunca, óyeme bien, es para siempre.

Por fin, le echaron valor un mediodía y hablaron de formar un trío y formalizar su relación.

Ahora -me cuenta mi amiga- ya no le molesta que él salga a dar una vuelta con la otra.

A veces van los tres, y ella asegura que Agusta ya no endurece su lomo para que a ella le duela el trasero, no da tirones ni petardea cuando se abraza a él.

El valor consiste en aceptar, en decir simplemente sí -ha afirmado, como si viniera de regresar del futuro o de una clase de reiki avanzado.

Hasta me ha confesado que la otra madrugada bajó al garaje porque necesitaba hablar con alguien y le contó cosas que sabía que sólo ella podría entender. Y aquel runrún de motor averiado que llevaba meses sonando en su cabeza, se detuvo de pronto. En la penumbra del garaje, las dos solas, experimentó una extraña paz, como de aceite recién cambiado.

Has sido muy valiente -reconocí entre emocionada y espantada-.

No es tan raro de todas formas -prosiguió ella, sin saber si sacudirse el disfraz de heroína o de friki de convención Anime-.

Viene de lejos eso de que los hombres mantengan una relación más que estrecha con su medio de transporte, sobre todo si se lo meten entre las piernas. Mira si no los caballeros medievales con su caballo. Es una relación que va más allá de la pura posesión: otorga identidad, construye la personalidad. La moto, igual que el caballo, te propulsa hacia una clase social superior, te inyecta una serie de valores que van desde coraje al honor, pasando por el espíritu de libertad.

En este punto no pude sino darle la razón.

Ahora -aseguró- sentía orgullo cuando los domingos por la mañana, él, que está echando tripa y le clarea la coronilla, se ponía el casco como si se calzara la armadura, se echaba sobre los hombros la chupa de cuero, cual manto bordado con la orden de caballería a la que pertenece, y salía por la puerta con un: “cariño, voy un rato a defender los límites de nuestros condominios. No me esperes al aperitivo que igual hay cruzada y me lío”. Y ella replicaba con cariño: “déjate de cantares de gesta y súbete una barra de pan cuando vuelvas”.

MADFORM

Yo empezaba a pensar que mi amiga no se parecía en nada a mi amiga. Traté de calibrar en su rostro la capacidad universal de un trío para acabar de un plumazo con todos los prejuicios.

¿Y de quién fue la idea del trio? -pregunté-.
Realmente le di un ultimátum: o ella o yo.
Y ¿qué respondió? -quise saber, con repentina ansiedad-.
Mi reino por una moto -gritó ella. Y rio con estruendo.

Los de la mesa de al lado nos miraron raro.

Y qué me dices del caso de Alejandro Magno -continuó ella, a lo suyo-. Su padre, el rey de Macedonia, compró a Bucéfalo, un caballo que era un demonio, relinchaba y daba coces a diestro y siniestro. Nadie se atrevía a acercarse al animal hasta que el joven Alejandro se percató de que el caballo recelaba de su propia sombra. Le giró la cabeza hacia el sol, lo cegó por unos instantes y lo montó de un salto.

Su padre pronunció entonces la famosa frase: “Hijo, búscate un reino que se iguale a tu grandeza, porque Macedonia es pequeña para ti.” La moto, igual que el caballo, define los límites precisos del hombre- sentenció mi amiga.

En este punto, decidí ofrecer algo de resistencia.

Tampoco conviene exagerar -repliqué. ¿Sabes que algunos hombres han llevado hasta sus últimas consecuencias eso de ser amantes de las motos? Hasta la literalidad, quiero decir. El otro día vi un documental sobre mecafilia, una parafilia que consiste en sentir un amor desmedido hacia las máquinas, ya sean bicis, motos, coches o hasta helicópteros. Un hombre aseguraba haber mantenido desde los 15 años relaciones con más de 1000 vehículos, aunque la relación más estable había sido con su Volkswagen Escarabajo al que llamaba cariñosamente Vanilla. Amor erótico, se entiende -insistí para hacerla reaccionar-.

Pero mi amiga ni se inmutó. Estaba distraída con la pajita de su refresco. Noté por su mirada que tenía algo más que contarme.

¿Qué? -le dije como retándola a un duelo-. ¿Qué más?

Que por fin he perdido el miedo. Por fin estoy preparada -confesó con las pupilas dilatadas y cierto ronroneo de gato en la garganta-. Me siento exultante, liberada de toda coraza. Por fin he reunido el valor suficiente. Por fin me he decidido a montar a Agusta -aseguró, bajando la voz. Y se mordió el labio inferior con un deseo doliente, de salvaje que era-.

Nos callamos unos instantes las dos.

No puedo pensar en otra cosa ya -dijo-. Pero él me da largas, no lo niega abiertamente pero me ha puesto varias excusas tontas.

Mi amiga se quedó mirándome fijamente, buscando algún consejo o consuelo o los restos de un mundo extinto.

Tan sólo se me ocurrió desearle valor.

Fuente foto MV Agusta: Licencia CC Attribution-Share Alike 2.0; Autor: Klaus Nahr

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