Exhibirse e ir en moto es casi una redundancia, una campana sobre campana en esto del decir. En lugar del clásico ejemplo de pleonasmo que incluyen los libros de texto “lo vi con mis propios ojos”, deberían poner “iba exhibiéndose en una moto”.

Y es que, igual que para comunicarse, uno manda mensajes por mail y en cambio se exhibe cuando los manda a través de las redes sociales, uno se transporta en coche, pero se exhibe al viajar en moto.

La moto es el transporte narcisista por excelencia, una pasarela sobre ruedas en la que lucir palmito. Es cierto que algunos se lo toman más en serio que otros y se convierten en exhibicionistas profesionales, no de los de gabardina con sorpresa, sino de los que se inventan toda clase de piruetas, cabriolas y filigranas.

Son los expertos del stunt, que acumulan horas y horas de ensayo en su afán de empujar unos centímetros más allá la línea de lo imposible, de lograr la doma perfecta de la máquina, jugándose muchas veces la vida sólo para entretener, sin importarles si ganan una milésima parte de lo que ganan sus compañeros de las carreras. Tampoco lo hacen por el prestigio, son vistos como los payasos de las motos, como los hombres bala del circo: se les atribuye ingenio y valentía, pero no verdadera inteligencia.

Solo muy pocas veces, alguno de ellos se convierte en un héroe. Así ocurrió con Evel Knievel en Estados Unidos, ese país que fabrica héroes derretibles y estrafalarios.

Evel Knievel

Prácticamente podría decirse que Knievel inventó el stunt, fue el primer temerario profesional sobre dos ruedas y eso que sus inicios no fueron prometedores. Con 18 años y una honda 305 Scramber, se propuso saltar sobre una jaula repleta de pumas y de serpientes de cascabel.

No logró completar el salto y la moto golpeó la caja con las serpientes que salieron despedidas hacia un público en estado de pánico que buscaba la puerta de salida.

Aquella pifia no lo arredró y, exhibición tras exhibición, fue superando récords de coches en fila que saltar, de autobuses que superar, acumulando fama y dinero. Hasta que en 1967 decidió afrontar el reto de sobrevolar con su moto las fuentes del Palacio del César de Las Vegas. El resultado fue absolutamente espectacular: cuarenta huesos rotos y un mes en coma.

Cuando Evel despertó, pidió moto. Empezaba así a forjarse la leyenda.

Eran los años de la guerra del Vietnam, de la revolución hippy, de cierta bajona de valores. La gente necesitaba un héroe más que nunca, un tipo que se jugara la vida no ya por su país, no ya por el honor- se había instalado cierto descreimiento- sino por el mero placer de superarse, aunque fuera haciendo el indio sobre una moto. Y es que el sueño americano siempre tuvo algo de chiquillada.

Evel demostró además poseer carácter fuera de la pista. Siempre que tenía ocasión, se metía con los Ángeles del Infierno, esa organización que basculaba entre el mito de la libertad y el crimen organizado, quién sabe si por considerarlos competencia desleal. Como todo el mundo sabe, para exhibirse no hay nada como una Harley. En uno de los espectáculos de Knievel, dos Hell Angels saltaron al ruedo para partirle la cara y le encajaron dos puñetazos hasta que el público saltó de las gradas en masa y casi lincha a los Ángeles.

La leyenda no hacía más que crecer, al menos hacia fuera. Hacia dentro, como un Elvis decadente, Evel le pegaba cada día más fuerte al alcohol y a las pastillas, y se había aficionado a llevar pistola, como un accesorio indispensable en su vestimenta.

Una noche, borracho en la barra de un bar, aceptó el reto del camarero de saltar el Snake Canyon, en el Gran Cañón del Colorado. Era demasiada distancia para salvarla con una moto, así que ideó una especie de cohete con paracaídas incorporado. Más de dos mil quinientos periodistas se congregaron para tomar nota de la nueva hazaña del héroe saltimbanqui. Sin embargo, los titulares del día siguiente irían todos encabezados por la palabra decepción: el paracaídas se abrió antes de tiempo y Evel fue cayendo hasta el río, como un fardo de ayuda humanitaria tras una catástrofe. El fango empezaba a reblandecer sus pies de ídolo.

Es sabido que al público americano le encanta el ruido que hacen los héroes al caer. El declive de Evel se adivinaba ya imparable y él mismo contribuyó de forma notable a acelerar el ritmo en esa pendiente cuesta abajo.

Un amigo escritor decidió que su vida estaba trufada de material literario y publicó una fascinante biografía de Evel. A pesar de que los allegados aseguraron que todo lo que se contaba en el libro era verdad, al protagonista no le gustó nada, y en un gesto muy O. J. Simpson, contrató a dos sicarios que secuestraron al escritor y, con un bate de béisbol, le rompieron todos los huesos del brazo para que no pudiera volver a escribir.

Evel_Knievel
Knievel after the Snake River Canyon jump

Tras hacerse público, Evel cayó oficialmente en desgracia, perdió contratos, lo desahuciaron de la mansión donde vivía. Como una vieja gloria venida a menos, entró en un circuito decadente, en un Benidorm de las motos, en el que realizaba espectáculos menores con su hijo Robbie hasta que finalmente se retiró, enfermo y derrotado, a principios de los ochenta.

No ha pasado mucho tiempo desde entonces y sin embargo el mundo ha cambiado radicalmente. Hoy en día, exhibirse sobre dos ruedas está al alcance de cualquiera: la combinación moto, redes sociales y egotismo ha dado como resultado unos cuantos vídeos de caballitos en YouTube y unas cuantas multas por conducción temeraria y retirada de puntos del carnet.

Todo de gente que desconoce que para exhibirse en moto no hace falta hacer cabriolas, no hace falta tunearla, no hace falta que sea una Harley, basta con subirse a ella.

Una vez estábamos en una carretera solitaria del oeste de Montana y vimos una manada de bisontes en libertad. Creíamos que ese iba a ser el momento del que más hablaríamos a nuestro regreso los cuatro que íbamos en aquel viaje. Pero pasó una moto y todos nos volvimos hacia ella. Dejamos de mirar a los bisontes para seguirla con la mirada, hasta que desapareció en el horizonte. ¿Quién sería capaz de apartar la vista de una moto, aunque sea una Mobylette, todo el tiempo que permanece en el campo de visión? Nadie, absolutamente nadie. Los bisontes siguieron pastando tan tranquilos y disparamos nuestras cámaras. Aunque no quedara retratada, en nuestra cabeza siempre está aquella moto en las fotografías.

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Evel Knievel – Author: Smudge 9000 , Flickr

Bárbara Blasco Grau

Licenciada en periodismo, con premio extraordinario fin de carrera. Ha trabajado en diversos medios locales de Valencia y en el gabinete de prensa de la Bienal.

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