Siempre que regreso a mi infancia lo hago con olores más que con fotos. Los olores son mi entrada a la niñez o juventud, como la puerta a otra dimensión. Puedo ponerles muchos ejemplos. Un olor de infancia es el del cloro de una piscina. En cuanto entro en una piscina interior recuerdo inmediatamente las clases de natación y recuerdo aquellos cuerpos infantiles, y el sonido, los gritos de los chavales que éramos. Lo mismo me ocurre con el olor a tiza, a la colonia que se echaba mi padre antes de salir de casa de madrugada, el de las castañas calientes, el del pan del pueblo o el de las sábanas en la casa de la abuela en ese mismo pueblo.

Hay olores que para algunos son desagradables pero que a mí me encantan y también me transportan a aquellos años. El olor a mierda de vaca, por ejemplo. A boñiga. Sí, les juro que ese olor, cuando visito un pueblo con vacas como el de la abuela, me trasladar a aquellos largos y divertidos veranos. Otro olor para otros desagradable y para mí maravilloso es el de un taller. Me vuelve loco esa mezcla de olores de humo, grasa, gasolina…

Taller mecánico

Me chiflé por las motos por culpa del taller de Franki, que era un hombre con una pierna más pequeña que la otra, de esos tipos que llevan un zapato con suela alta a lo Frankenstein. De hecho, en el barrio lo llamaban Franki en vez de Floren, que es como se llamaba a su taller: Reparaciones Floren. Me maravillaba todo lo que tenía en su taller, todas su herramientas y llaves, el taladro manual o eléctrico, la mesa elevadora de motos, el compresor de aire y depósito, el banco de trabajo con tornillo, el controlador de encendido, el soldador eléctrico, el comprobador de baterías y densímetro, el arrancador de baterías, la prensa hidráulica, la piedra esmeril…

Tenía mi propio mono en el taller de Franki, que fue quien me enseño todo lo que sé de motos. Recuerdo con absoluta nitidez los fabulosos catálogos con las motos que soñaba y que me explicaba al detalle, sus pros y sus contras, sus innovaciones, sus precios… Gracias a Franki y sus calendarios con mujeres desnudas también conocí otro mundo nuevo. Ya me entienden.

Franki también me asesoró para la primera que tuve, que arregló él mismo y me la consiguió a un precio de risa. Era la maravillosa Bultaco Lobito, la moto que soñaba tener entonces. Era amarilla, preciosa. La moto valía para la calle, para pasear por el barrio, o para el monte, para la sierra. Rujía y lograba una velocidad alucinante, no me podía creer que alcanzase aquella celeridad.

Gracias a mi destreza con ella me hice enseguida amigo de unos moteros del barrio y de mi edad, aunque yo era el más pequeño de toda la pandilla. Solíamos llevar las motos a la sierra con la furgoneta de Víctor, el hijo del carnicero, y allí apretábamos el acelerador a nuestras anchas, sin que nadie nos dijese absolutamente nada. ¡Qué ruido! ¡Qué manera de hacerlas rugir! No miento si digo que nunca en mi vida he sido tan feliz. Gritábamos, reíamos, quemábamos los tubos de escape, machacábamos a placer las ruedas, nos bañábamos en el embalse de San Juan, volvíamos tostados por el sol… Íbamos hasta cuando llovía y nos llenábamos de barro, parecíamos el Schwarzenegger en Depredador, una peli que alquilamos muchos en el videoclub de la Charo. En él completé mis estudios prohibidos, los ya iniciados con los picantes calendarios de Franki. Ya me entienden.

Taller mecánico

Pobre Franki. Pronto me fui distanciando de él. Era ley de vida y él lo sabía, pero le dolió. Y además de la pandilla, llegaron las primeras chicas, la distracción definitiva, la mejor. La gente del barrio me decía que Franki no era el mismo desde que yo no estaba tantas horas metido en su taller. Ya no era tan parlanchín, se le veía más taciturno.

Aun así, procuré que viese y supervisase las otras motos que me compré más tarde. También las importantes, las que usé para competir. Todos en la pandilla me animaron a hacerlo y a mi viejo también le pareció bien. “A tu madre le hubiese gustado”, me dijo una tarde con la voz entrecortada. No estaba de acuerdo con él porque a mamá le hubiese dado un patatús. Pero al ver a mi padre emocionado me asusté, fue la primera vez que pensé que lo de pilotar una moto se me daba realmente bien y podría ser más que mi distracción favorita, más que aquellas primeras y provincianas competiciones. Todo el mundo estaba de acuerdo. En la pandilla, en el instituto, en el barrio. Hasta Don Cosme, el cura, me animó.

De hecho, fue Don Cosme quien nos puso en contacto con un “descubridor de talentos” que nos asesoró y buscó posibles patrocinadores. Una tarde mi padre me reunió con un tipo bajito, completamente calvo y con la cara sebosa y brillante. También sudaba y fumaba mucho. Yo aparecí con barro por todo el cuerpo de disfrutar en la sierra con mis colegas. Me di una ducha rápida y me reuní con ellos. Antes les he hablado de los olores relacionados con el pasado. Nunca olvidaré el olor a Ducados y sudor de aquel pigmeo.

—Tienes un chaval bien guapo, las niñas se lo van a rifar. Ya verás cuando empiece a salir en las revistas y en la tele. ¿Tienes novia ya?

—No, ninguna.

—¿Ninguna? No lo creo, si estás hecho un Don Johnson.

—Vamos al grano. Pregunte lo que le tenga que preguntar al chaval.

—Está bien. La revista de la que os hablé va a organizar un premio y creo que el chaval puede dar el salto. Ha estado bien entrenado hasta ahora, lo demás va a venir rodado.

—¿Que demás? —preguntó mi padre.

—¿Pues qué demás va a ser? Los campeonatos, los patrocinadores, los premios. El dinero, hombre, el dinero.

—No nos vendría nada mal, la verdad.

Eso fue lo que menos me gustó de aquella reunión. Mi padre se infravaloraba y tenía un buen trabajo como lechero. Me parecía tan honrado como otro cualquiera y además mi viejo era respetado, lo conocía todo el barrio. Y no hacía falta mucho más dinero en casa, eso que decía papá no era cierto.

—Si dicen que sí, el chaval va a tener que centrarse mucho en esto y solamente en esto. ¿Cómo te va en el cole?

—Normal.
—¿Bien o mal?

—Normal.

—Ha suspendido tres, pero las aprobará. Estoy encima.

Eso también fue mentira, mi padre nuca estaba encima de mis resultados en el cole. Odiaba que aquel tipo me llamase chaval.

—Escúchenme bien. Si dan el paso hay que darlo de verdad, esto no es un juego. Entre los entendidos que asistirán estarán los responsables de dos marcas muy importantes y en el futuro lo pueden fichar. ¿Esto queda lo suficientemente claro?

Tardamos demasiado en contestar y el hombre se impacientó.

—¡Contesten, hombre!

—Sí, sí, queda claro, perdone —dijo mi padre.

—¿Y a ti chaval, te queda claro?

—No lo sé.

—¿Qué no sabes?

—Deje que lo piense —le pidió mi padre.

—Está bien, el martes estoy aquí por la mañana y vamos cerrando.

—Muy bien.

El tipo se fue y papá y yo nos quedamos solos. Él abrió las ventanas de la sala para orear un poco, aunque hacía frío en la calle.

—Bueno, ¿qué piensas?

—No lo sé.

—Pero bueno, está claro que lo tuyo son las motos, eres feliz con ellas. Piénsalo bien, hijo.

—Lo se, necesito dar una vuelta, tengo las ideas negras.

—¿Vas a salir con el frío que hace? Y es de noche.
—Es una vuelta, enseguida estoy aquí.

—Está bien, hijo.

Me puse mi viejo plumífero amarillo y caminé por el barrio. Estaban cerrando la mayoría de los establecimientos, pero el taller de Franki seguía abierto. Aquel pestazo a gasolina y grasa impregnaba media calle. Me acerqué. Franki repasaba en su agujero los bajos de una vieja Vespa roja. Lo hacía con una llave inglesa y una linterna. Me pareció un viejo y solitario cabo en su trinchera. Escuchó mis pasos.

—Estamos cerrados.

—Soy yo, Franki.

Apagó la linterna, subió por la escalerilla del foso y se acercó a mí con su apestoso mono te trabajo. Había perdido su azul original y ahora era gris de toda la grasa que se le había acumulado encima. Se alegro de verme, se notaba en su cara, también sucia.

—¿Qué haces tú aquí?

—Dar un paseo.
—¿Un paseo tú, sin la moto?

—Sí, ¿qué pasa?

—Muy raro me parece.

Eran muchos años con él, me conocía bien. Por eso notó en mi rostro que algo pasaba.

—Te invito a una cerveza en La Gitana.

—Venga.

—Me limpio y vamos.

En el bar Franki invitó a dos cañas y unas bravas, especialidad de La Gitana. Los parroquianos estaban atentos a las primeras emisiones de Antena 3, uno de los canales privados que acaban de inaugurarse. En aquella barra metalizada y siempre limpia le conté a Franki lo de aquel tipo enano. También lo del posible patrocinador y las dos motos que podría tener, además de todo su recambio.

—¿Tienes tiempo para darles una respuesta?

—Hasta el martes.

—Piénsalo bien. No es cualquier cosa, no es elegir una carrera que puedes dejar si no te va. Esto es otra cosa, es una manera de vivir, moverte por el mundo, ganar más dinero del que te imaginas si destacas y acabas siendo alguien. Eres bueno con las motos, lo sabes tú y lo sabemos todos.

—Pero creo que para mí la moto es…

—Piénsalo bien y decide, no te atormentes —interrumpió.

Entendí lo que quiso decir. Pagó la ronda y nos despedimos en la entrada del bar. Se perdió en la noche arrastrando su zapatazo de suela monstruosa.
La semana siguiente me volví a ver con aquel individuo. A mi padre ya le había anunciado la decisión que había tomado, y que seguramente imaginan ustedes. El tipo vino a desayunar y volvió a dejar un olor horrible a tabaco en la sala. No paraba de hablar, no le dejaba meter baza a papá.

moto franki moto en taller

—Sé de un camión que podía hacer de vivienda para el chaval, para los dos. Es de un antiguo piloto del Mundial. Con él podríamos ir a los circuitos europeos. Y si es fuera de Europa, pues lo dejamos aquí y vamos a un hotel. No hay piloto sin su camión-vivienda. La inversión vas a ser de unos 20 millones de pesetas, pero puedo conseguir un buen préstamo, soy un tipo de fiar. Piensa que el chaval va a vivir como en un apartamento, como en un piso de 30 metros cuadrados y, por supuesto, con todas las comodidades. Tiene iluminación, baño completo con agua corriente, televisión, parabólica, vídeo, cadena musical, sofá cama, climatizador, suelo enmoquetado, es un verdadero…

—No.

Me salió sin pensar, sin meditarlo. Solo esa palabra. No. La cara de mi padre era un poema y la del hombre pequeño pura confusión.

—¿Qué?

—Que no.
—Quiere decir que…

—Ya sabe lo que quiero decir, papá. Lo he pensado y quiero seguir como estoy, la moto para mí es otra cosa.
—¿Otra cosa? —preguntó el hombrecito indignado.

No contesté. El tipo se levantó, guardó su tabaco, cogió su gastado abrigo y se fue sin despedirse, sin decir ni una sola palabra, algo admirable para semejante charlatán. Mi padre y yo nos observamos durante largos segundos. Jamás olvidaré esa mirada cómplice de mi padre, que se levantó para abrir las ventanas y orear la sala.

—Voy a dar una vuelta, vuelo a la hora de comer.

—Abrígate.

Franki estaba enfrascado con una nueva moto, se disponía a cambiar la rueda delantera. Me acerqué al perchero y me puse mi viejo mono. Él se dio cuenta, pero disimuló, siguió a lo suyo. En silencio cogí la rueda vieja y le pasé la nueva. No dijimos una palabra. Qué bien olía aquel taller.

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Fotos:

Taller mecánico Autor: NeONBRAND

Hombre cambiando neumático moto Autor: Artem Bali

Moto Honda Sepia Autor: Duong Tri

Iván Reguera

Ganador del premio “Cafè Món“ y finalista del Premio Euskadi con la novela “Liquidación“. Además de autor de otras obras de renombre, ha trabajado en diarios como “Otra Realidad“, “Periodista Digital“ o “Soitu“. En la actualidad Reguera es responsable de las páginas de cine del diario “Cuarto Poder“.

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