Juan no entendía la vida sin sus motos, todas ellas. No había nada en el mundo que lo llenase de mayor placer, libertad y plenitud que oler a gasolina, trastear en sus entrañas, limpiarla, arreglarla, mejorarla, darle al acelerador y hacerla rugir, notar el viento en su casco. Montar en una moto, y aunque suene a cliché barato, era para él como cabalgar a lomos de un caballo en plena ciudad, más concretamente en su barrio obrero. Orcasitas para ser más exactos.

Desde que era un mocoso seguía las carreras por la tele, o visitaba, cuando se lo permitía el bolsillo, los circuitos con su padre. Los domingos que para otros críos significaban fútbol regional o excursiones por la sierra, para él eran humo y el inconfundible y maravilloso rugir de los motores. Su mundo era el de las mejores motos del mundo, las revistas de motos y todo lo que llegaba a sus manos sobre viejas leyendas como Ángel Nieto, Kenny Roberts, Martínez Aspar, Sito Pons, Mike Hailwood, Barry Sheene… los grandes que decoraban su humilde habitación.

un diamante en bruto-RAV RiderSu primera moto de mayor, ya nunca niño, fue una RAV Rider, financiada por un tío rico y a la que trataba como a un pura sangre, su querido caballo. La cuidaba y limpiaba como a un ser vivo, como a un animal privilegiado, esas raras bellezas que nos da la naturaleza. De hecho, la llamó Pegaso, como la famosa marca de camiones y el primer caballo de los dioses. Lo leyó en Internet y le gustó: Pegaso era el caballo de Zeus, dios del Cielo y de la Tierra, nacido de sangre derramada por Medusa cuando Perseo le cortó la cabeza. ¿Hay imagen mejor para un chaval? Costó que su padre, que buscaba algo más “serio” para Juan, aceptara su gran pasión por la motos, pero al final no pudo hacer nada, lo suyo era algo inevitable, de nacimiento, cosa del destino. Cuando su hijo mayor ganó su primer campeonato infantil, no tuvo otro remedio que reconocerlo: su chico era, claramente, uno de los elegidos.

Tomaba las curvas como dios, aceleraba en los momentos idóneos, era un piloto con estilo, con clase para su edad, siempre astuto e inteligente.

Juan descuidó algo los estudios, le catearon en mates, inglés y lengua. Pero mientras fracasaba en clase, en el circuito seguía triunfando. No tardaron en aparecer los primeros ojeadores, tipos cameladores que intentaron seducir enseguida a su padre. Juan nunca escuchó una cifra o un número, pero él sabía que esos señores hablaban principalmente de dinero, de pasta, que es lo que faltaba en casa.

 

Desde que empezó a destacar, todo había sido muy rápido. Con un humilde pero entregadísimo equipo que enseguida le vio las posibilidades de ganar, fue campeón en los 65 centímetros cúbicos. No salió del todo bien en la primera manga pero remontó. En la segunda se regó la pista, y aunque patinaba bastante salió todo bien. Cogió ventaja y y ganó. Soñó con el Europeo, Bulgaria, Lisboa. El Molar, Ponts, Busquets…

A pesar de la ayuda de su tío y por la evidente falta de dinero (y descartando pagar caros vuelos de avión y hoteles inasequibles para su economía) a todos estos acontecimientos la familia se desplazó a los circuitos en una auto caravana prestada. Un amigo de su padre sólo la usaba en verano y apostó en firme por el futuro de Juan en el mundo de las motos. Más que la familia, en la vieja pero amplia auto caravana se desplazaron su padre y su madre. Sus dos hermanos, Natalia y Pablo, se quedaban en casa esperando ilusionados noticias y premios.

Su primera moto de mayor fue una RAV Rider, a la que trataba como a un pura sangre… La cuidaba y limpiaba como a un ser vivo, un animal privilegiado, esas aras bellezas que nos da la naturaleza.

Un diamante bruto

Fueron tiempos duros, con apuros económicos, con su padre pidiendo permiso en el trabajo de jardinero y con su madre perdiendo oportunidades de fregar las escaleras que ayudaban, con un extra tan necesario, a la familia.

Su padre cambió en aquellos primeros años. Él no había sido un hombre con suerte. Lo había intentado todo: comercial, camarero, portero… pocos trabajos le habían durado. Los negocios que había iniciado solo le dieron disgustos. Un bar y una peluquería, dos traspasos y dos ruinas que no duraron ni dos años. Pero a pesar de todo, el viejo llevaba la vida con entereza y una sonrisa natural que se fue falsificando a medida que Juan triunfaba y ganaba. Su padre olía a dinero, mucho dinero. Más del que jamás había imaginado. Por primera vez en su machacada vida.

Su madre se fue resignando, como sus hermanos, a la pobreza de la familia hasta que Juan empezó a destacar. En el instituto llegó a ser una leyenda, casi todos lo miraban con respeto y admiración, algunos con envidia. Los profesores no lo presionaban y hacían la vista gorda con los deberes y las chicas querían salir con él. Perdió la virginidad con Elena Morate, la chicha más preciosa y preciada del instituto. Rubia, ojos verdes, piernas de escándalo, mirada lúbrica. No sintió nada especial. Más bien se sintió sucio, como un objeto, como el trofeo que ella había logrado por fin. Se sintió como una de esas copas o placas que él ganaba y coleccionaba sin demasiado entusiasmo. A él lo que le gustaba era la moto, nada más. Juan ya era una celebridad a su corta edad. Pero también era demasiado peso el que se le estaba poniendo sobre sus hombros. ¿Cuándo se empezó a torcer todo? En una cena. Antes del gran día, la carrera que lo cambiaría todo, su padre aceptó la invitación a cenar de un ex piloto y ojeador que ahora se dedicaba a comentar carreras por la radio y la televisión. Fueron con su madre. El tipo era un individuo medio calvo y entrado en carnes, de mirada turbia y demasiado hablador. Prácticamente no escuchaba a los demás. Su mujer era un florero, una tipa de pelo rubio teñido, embutida en un traje de cuero verde y adornada con oros de todas las formas y tamaños. A Juan la mujer le pareció espantosa, como un árbol de navidad. Su casa era grande y lujosa, pero demasiado recargada. Junto a sus trofeos y fotos de sus hazañas, el ex piloto presumía de una colección de inmensos marfiles, minerales de todos los colores y enormes cuadros, todos ellos bastante horteras. Durante toda la cena, solo hablaron de dinero.

— Tu chaval es un diamante en bruto, va por buen camino y ya es hora de dar el paso más importante. A partir de la próxima carrera, que seguro va a ganar, entrará a formar parte del club.

— ¿Qué club? — preguntó Juan.

— El de los elegidos, hijo. Tú sabes mucho de pistones, cilindros y carburadores, pero de la mandanga que se mueve en la GP no tienes ni idea.

— Por eso hemos venido y te lo agradecemos — dijo su padre de forma bastante empalagosa y obsequiosa.

Circuito diamante bruto

— Hablamos de marcas. Ya sabes que muchas apuestan por colocar su nombre en una carrera como patrocinio, para que se vea en las televisiones y la prensa de todo el maldito planeta si es posible. Algunas marcas los hacen en dos o más circuitos y otras solo enuno. Muchas son empresas interesadas en los llamados Ttitle Rights de los GP de Silverstone, Phillip Island y Cheste, un circuito que conoces bien. Tienes que empezar a entender la industria del marketing deportivo porque de ello vas a vivir, además de toda tu familia.

 

Era una celebridad a u corta edad. Pero demasiado el peso que se estaba poniendo sobre sus hombros. Aquello a Juan le sonó a chantaje emocional. No le gustó que aquel tipo fatuo recordara su responsabilidad para con su familia y todas las penurias que habían pasado para llevarle hasta donde había llegado. ¿Qué pasaba con él? ¿Es que no había hecho nada, es que acaso no había corrido como un demonio hasta ganar a todos sus rivales? Para colmo, también intervino la mujer-árbol de Navidad.

— Tu familia ha hecho un gran esfuerzo por ti y con la carrera de mañana vas a saber lo que es la fama, hijo. Nada que ver con ser famoso en el cole o en el barrio. Estamos hablando de ser famoso en todo el país o quién sabe si en todo el mundo. Y poder tener tu propia marca deportiva, o anunciar natillas, ¡quién sabe!

Esto lo soltó antes de una carcajada absurda y sonora. A Juan le recordó al parloteo de un guacamayo.

— Voy a ayudarte a encontrar un nuevo equipo, Juan. Conozco los teléfonos a los que hay que llamar.

— Gracias.

— No lo hago gratis, tu padre sabe bien que me llevaré una tajadita, pero nada comparable con lo que vais a poder ganar a partir de mañana. Ya veremos quién cae. Como ya sabréis, los grandes manejan más de 50 millones para lograr el título y otros menos, algo menos de 10 millones generalmente. Te voy a asesorar bien, muchacho.

— Muchísimas gracias — dijo su padre nuevamente empalagoso y servicial.

— Ya sabes que la vida profesional de un piloto es corta y tienes que pensar en eso también. Gana, pero ahorra. Y ya pensaremos en cómo invertir tu dinero. La gente que ama la velocidad suelen ser buenos empresarios. ¿Y sabes por qué, Juan?

— No.

un diamante en bruto moto— Porque tienen reflejos, hijo. Porque la velocidad te da reflejos y sentido del riesgo, de saber el momento exacto para adelantar a todos tus adversarios, a tu competencia.

Su padre, su madre y la mujer-árbol de Navidad lo miraban embobados, pero a Juan toda esa palabrería le estaba mareando. Y mareando de verdad.

— ¿Puedo ir al baño?

— Claro, al fondo a la derecha. La primera puerta.

 

En el baño, decorado de forma muy ordinaria, hasta con grifos dorados, Juan se miró al espejo. Estaba pálido y sudaba más de la cuenta. Su corazón estaba desbocado. Le llegaban las voces del salón como mezcladas, sin sentido. “Esos llamarán los primeros, los conozco”, “los porcentajes, es lo que me preocupa”, “todo depende de los contratos publicitarios”, “y hacienda”, “Suzuki le ofrecía 5 kilos por temporada, pero fichó por Yamaha”, ¿”Y Ducati?”…

Regresó tras lavarse la cara. Respiró hondo y se sentó junto a su madre. Observó sus manos machacadas por la lejía y el durísimo trabajo. Su padre seguía ciego, embriagado de cifras y de futuro.

— ¿Estás bien, hijo? Tienes mala cara.

— Estoy bien, papá.

Lo decidió esa misma noche. Esa extraña y definitiva noche. Al día siguiente, Juan marcó la pauta y enseguida se situó en cabeza. Pero antes del final, con la victoria en sus manos, decidió no acelerar y se dejó adelantar por la Honda que le pisaba los talones. El joven piloto contrincante, al que conocía bien, no se podía creer lo que estaba sucediendo. Su padre, impactado, perdió el conocimiento y su madre lloró desconsoladamente. El ojeador abandonó la grada con cara de asco, de odio.

Hoy Juan es dueño de un taller de motos. Pistones, cilindros y carburadores. Se pasa el día con un mono socio y oliendo a grasa y a gasolina. Y hace lo que más me gusta en este mundo. Es su vida, su pasión. Igual que montar, conducir y acelerar su moto con decisión. Y sin metas.

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Fuente foto Circuito: Licencia CC Attribution-Share Alike 4.0 International; Autor: Sandrasaez

 

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Iván Reguera

Ganador del premio “Cafè Món“ y finalista del Premio Euskadi con la novela “Liquidación“. Además de autor de otras obras de renombre, ha trabajado en diarios como “Otra Realidad“, “Periodista Digital“ o “Soitu“. En la actualidad Reguera es responsable de las páginas de cine del diario “Cuarto Poder“.

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