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«Comecocos», casco de Juan Garriga.

Joan Garriga presintió que el banderazo caería de forma prematura, pues no conoció otra existencia que la que transcurre en el filo de la navaja. “Esto no acabará bien”, solía decirse, como si al echar cuentas se supiera un espectro. Su historia es la historia del mundo, la del ángel caído que no encuentra su sitio al apagarse los focos, la del héroe crepuscular al que la vida le hace perla. Todo se le torció a principios de los noventa, cuando, en pleno declive profesional, Comecocos, como le apodaban en los circuitos, empezó a consumir cocaína. Salvo por algún que otro paréntesis, jamás dejó de hacerlo. Según contaba a quien quisiera escucharle, tomó la primera raya para no dormirse al volante de su motorhome. Tabacalera había renunciado a patrocinarle en la categoría de 500 y se vio “yendo a Superbikes a Italia, recolocando a la gente, cerrando las tiendas que tenía, haciendo mil kilómetros”. A semejanza de un efecto dominó, cada ficha fue empujando a la siguiente. Apenas cinco años después, la policía irrumpía en su casa de Vallvidrera y decomisaba 25 gramos de cocaína, dos balanzas de precisión, billetes de cinco mil pesetas falsos, un revólver… El motociclista sanguíneo, genial y arrebatado que en 1988 había estado a una curva del título de 250, en una liza memorable con Sito Pons, se había convertido en un traficante menor. El estruendo de la noticia fue proporcional al fervor que aquella rivalidad había despertado en el colectivo motero, dividido, a finales de los ochenta, entre partidarios de Pons y partidarios de Garriga. La espiral de decadencia se agravaría con negocios ruinosos, la mayoría en las afueras de la legalidad, y en compañía de individuos poco recomendables. Su participación en la red de tráfico de estupefacientes se saldaría en 2003 con dos años de cárcel, pena que, dado que carecía de antecedentes, no comportó su ingreso en prisión.

Al verse frente al abismo, trató de reinventarse ejerciendo de monitor de motociclismo en Almería. Se trataba de recomponer su vínculo con el mundo del motor, su mundo, pero, como siempre, se ahogó en el intento. En su deriva, fue acusado de haber prendido fuego a un negocio de su propiedad para cobrar la póliza de seguro, un extremo que él negó hasta el fin de sus días pero que le acarreó un enésimo naugragio. El golpe más duro, no obstante, y del que ya nunca se recuperaría, estaba por llegar: debido al impago de una deuda municipal de 20.000 euros, perdió su casa de Vallvidrera, valorada en algo más de un millón. En la subasta posterior, salpicada de irregularidades (entre ellas, la exclusión en la puja del propio Garriga), la vivienda fue adjudicada por 250.000 euros. Un saldo. El hombre que en Jérez se ganara el sobrenombre de Boieng 747 (así lo había bautizado el histórico speaker del circuito, Baldomero Torres) se vio en la calle, sin más pertenencias que su perro y una dentadura postiza. Y ni siquiera la buena. Tal como él mismo, sumido en la desesperación, declaró en septiembre de 2013 en una entrevista con Jordi Basté, sólo pudo recuperar la dentadura mala. “Todas mis cosas”, clamó, “están en el interior de mi casa, que ya está habitada por otra persona. Allí está todo: desde miles de cartas de fans hasta mi coche Scalextric preferido, más 250 cintas de vídeo de mis duelos con Sito, más trofeos, cuadros… Todo, absolutamente todo”. El juicio por las anomalías del concurso había quedado fijado para enero de 2015, casi un año y medio después, y al Come le pareció una eternidad. “La verdad, Jordi, no creo que llegue a esa fecha; imposible, estoy muy destrozado (“estic molt trinxat”, dijo exactamente). No tengo ayudas, ni retiro, ni pensión, ni nada.

La biografía de Garriga es un infierno tan insólitamente literario que aún guarda un colofón poético:la única persona que durante su larga caída siempre le tendió una mano, fue Sito Pons, su gran archirrival en las pistas.

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Sito Pons

Aquel día, en el estudio de RAC1, Garriga desveló que Francesc  Homs, flamante consejero de Presidencia del Gobierno autonómico, le había asegurado que la Generalitat le proporcionaría una vivienda. Que no se preocupara, que lo dejara en sus manos. Eso sí, debía esperar a que pasara el verano. La ayuda jamás llegaría, en lo que supuso la última afrenta de su Cataluña. A Basté, de hecho, le sobrecogió que Garriga hubiera tenido que ir a Valencia a contratar a un abogado para litigar por su antigua vivienda. Tampoco llegó el auxilio federativo, ni el de los sponsors (ni retiro, ni pensión, ni nada). La biografía de Garriga es un infierno tan insólitamente literario que aun guarda un colofón poético. Así, la única persona que, durante su larga caída, siempre le tendió una mano, fue Sito Pons, con quien había sellado una amistad a prueba de chispazos en el carenado. Fue Pons, su gran archirrival, quien sufragó la habitación de hotel en la que Joan, ya muy deteriorado, fue agotando su tiempo. La misma habitación en la que habría de sufrir el primero de los dos infartos que le devolvieron a primera página. La penúltima vez que los papeles trajeron algo de él fue en junio de 2015, con ocasión de una nueva detención. Garriga, acusado de pertenencia a organización criminal, se dedicaba, presuntamente, a verificar la pureza de la cocaína destinada al menudeo. Un catador. La amargura de su relato no conocía tregua: Garriga había sido el gran testador de muchas de las piezas de protección y aerodinámica (rodilleras, jorobas) que hoy llevan los pilotos. Dos meses después, un accidente de moto en la barcelonesa calle Numancia y las complicaciones respiratorias del postoperatorio, ponían fin a su odisea. Había nacido una leyenda motera.

Fuente foto Destacada: Licencia CC Attribution-Share Alike 3.0; Autor: Rikita
Fuente foto Sito Pons: Licencia CC Attribution-Share Alike 3.0; Autor: Rikita
Fuente foto Casco de Joan Garriga: Licencia CC Attribution-Share Alike 3.0; Autor: Rikita

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