Traje de diseño y scooter frente a chupa de cuero y motocicleta. Inmersos en una especie de tribalismo ancestral con un mucho de sentido de pertenencia consanguínea. Abróchese fuerte las hebillas y encérese el tupé como si fuera su última noche sobre el asfalto. Lanzarse a la carretera en la moto de estos chicos y pasarnos otra vida: una pintada en humo, ruido, grasa y el viento cortándote la cara. Y todo como amanecido de sensación cardíaca.
Entre tatuajes, botas y chapas moteras en su cazadora, un rocker sesentón me puntualiza ante un café y una tostada, “nadie era un mod o un rocker puro, atrapabas un poco de unos y otro tanto de otros”.
La leyenda se me desmonta, ¿los mitos ya no son lo que eran?, “evidentemente las motos de los rockers son más impresionantes que las lambrettas de los mods de la misma manera que la música de los mods es mucho más emocionante que la de los rockers”, y lo dice él que tocó con Los Rebeldes. Ya vamos centrándonos. Nada como tener a mano un superviviente de la Movida… con la precisión quirúrgica del que navega por carreteras a velocidad de velero.
Contextualizando: el movimiento Mod surge en Inglaterra a finales de los ‘50 a golpe de Modern Jazz, estilo rebelado contra el jazz clásico al que se incorporan influencias musicales como el soul y el rythm and blues. Los fanáticos se reunían en clubes en jornadas maratonianas de excesos animadas con alcohol y anfetaminas. En su mayoría encerrados en la clase trabajadora, hijos de la posguerra que disfrutaban en esos inicios de los ‘60 de cierta recuperación económica que les permitía, al menos, acceder a trabajo y dinero para mantener su frenético modus vivendi hedonista hiperactivo y lucir mejor de lo soñado.
Del trabajo al frenesí y del frenesí al trabajo: el bucle en que un Mod se desgastaba, siempre a merced de un ideal individualista de la vida en que la superficialidad, la imagen y el lucir bien lo eran todo. Corte de pelo al estilo Perry Como o College Boy, trajes entallados con chaqueta de tres botones, solapa estrecha con cierre alto y abertura caprichosa bajo la necesaria parka militar para soportar bajas temperaturas los hacían perfectamente reconocibles. Por supuesto tenían su lema, el clean living under difficult circumstances (vida pulcra bajo circunstancias difíciles) que se convirtió en todo un leit motiv desde que lo formulara Peter Meaden, manager de The Who.
Pero si algo representaba a un Mod, eso era su scooter. El vehículo para el trabajo y las jaranas inagotables. Símbolo de individualidad e independencia. Un vehículo barato en relación al coche que les permitía no depender de los horarios reducidos del transporte público. Un sello de distinción y buena prueba de ello era como se preocupaban para que luciera personalísima, con motivos, pegatinas, banderines y multitud de espejos en actitud irónica y desafiante ante el cambio de legislación que convirtió en obligatorio el uso de, al menos, uno de estos elementos en los vehículos de dos ruedas. Modelos como Lambretta TV175 y la Vespa GS160 se convirtieron en iconos de la época. Los jóvenes mods competían decorando sus máquinas. No importaba cuan recargadas y estrafalarias parecieran. Al contrario, contaba la estrategia opulenta de cortejo de los animales: tu scooter hablaba por ti.
En 1964, con el auge del Beat y la British Invasion, el movimiento Mod vibraba en su máximo apogeo. Su apariencia crepuscular llegó en 1966, en parte porque los pioneros habían crecido y el movimiento mod era esencialmente cuasi adolescente. Los de esa época optaban por sumergirse en las nuevas corrientes psicodélicas y los nuevos hippies empezaban a dejarse ver. Así, la scooter pierde vigencia pero no desaparece, aunque es mutilada en estructura y carrocería, creando espacio para las llamadas cut down. Esto funciona incluso como metáfora vital: el tiempo te recorta y cincela, sin llevarse el núcleo de tu vivencia. Ahí permanecían los mods, como fantasmas, viviendo del progreso y sacándole brillo. La pasión motera brilla en esta frase de Steve McQueen, “Cada vez que me pongo a pensar que todo es malo en esta vida, empiezo a fijarme en cómo se divierte la gente con sus motos, y eso me hace ver las cosas de otro modo”. Junto a McQueen, otros personajes famosos y estrellas del celuloide eligieron las motos británicas como compañeras inseparables de vida, Marlon Brando entre ellos. La película Salvaje (1953) marcó un antes y un después en lo que fue una simbología de denuncia de la juventud del momento a lomos de su propia Triumph, lo que dio el pistoletazo a la cultura del Café Racer, inseparable del movimiento rocker.
Poética de los Café Racer
Mi rocker confidencial se escapa sibilinamente de las preguntas sobre la playa de Brighton en el ’64, como deslizándose sobre el rumor de esos motores, “los periodistas, vuestras leyendas… nadie creyó en esas batallas, ¿por qué alguien iba a querer romperle la crisma a aquel que no fuera en scooter? A diferencia de los mods, los rockers luchan porque prevalezca únicamente una imagen de corredor por lo que rara vez cuelgan elementos superfluos en su máquina, a fin de no distraer de lo importante.
“Las cafeterías de carretera se convirtieron en el lugar de reunión de estos jóvenes enfundados en sus chupas de cuero negro y sus modificadas monturas. Las carreteras entre estas cafeterías era el lugar perfecto para demostrar quién era el más rápido. Nacía así, a ritmo de rock and roll y fruto de todas estas Triumph y Norton transformadas y sus jóvenes propietarios, la subcultura de las café racer, subcultura de las dos ruedas”, cuenta Mario Herráiz.
Inspirados por la estética y la filosofía salvaje de Brando en el filme de Benedek, los rockers se presentan como jóvenes inquietos atados al cuero, la biker, jeans y botas. Sobre la moto lucen su casco en forma de tazón y las a posteriori defenestradas gafas de aviador. El personaje de Brando se revela como un tipo noble y la moto en símbolo de lealtad, pasión, amistad y respeto. Las motocicletas no quedan ajenas a los cambios y este estilo de vida dispara las ventas de piezas: manillares estándar se sustituyen con otros en forma de pinza, tanques de fibras de vidrio y tubos de escape barridos hacia atrás. La estética iba unida a la velocidad y tanto la indumentaria como la moto eran un todo, pero un todo especial: la moto no te hacía a ti, tú hacías a la moto.
Casas míticas como Norton, Royal Enfield, BSA, Triumph o Velocette Lucina y el motorista con el manillar en dos piezas, el asiento bajo con la coleta de cuero, el gran cuerno de succión en el carburador y el escape libre que ensordecía los tímpanos daban forma a la libertad, surfeando la adrenalina como si el mundo se les fuera a acabar mañana. Las carreteras abiertas al tráfico fueron las líneas que unían los suburbios al centro de la ciudad, convirtiendo y creando la verdadera poética del motor race.
Quadrophenia de fondo
Los cronistas se empeñaban en diferenciar estas tribus con argumentos tan simplistas como ‘empleado’ versus ‘trabajador’ o ‘dandy’ versus ‘tosco’, cuando en realidad los orígenes no son tan distintos. Parte de culpa la tuvo la película Quadrophenia. David Torres, en ABC, escribía a propósito: “Con el morbo de un campo de batalla entre bandas de fondo, los rockers y los mods se retaban a una lucha a muerte frente a la playa de Brighton y, al final, el chaval mod descubría lo dura que era la vida cuando veía al líder de su banda domesticado bajo del gorro de un ascensorista. Siempre sospeché que el cuadro final de Quadrophenia (la moto sembrada de retrovisores va hacia el mar desde un precipicio) no simbolizaba el suicidio del pobre tipo, sino la imposibilidad de seguir viviendo en un sueño adolescente”.
La lucha inspiró consecuentemente literatura: ‘Mods, the new religion’ incidía en esta violencia agitada por la prensa, para variar. Ni los malos eran tan malos, ni los buenos, tan buenos. Ni santos ni demonios: “Los mods no tienen tiempo para odiar, están demasiado ocupados mirándose a sí mismos”. Rockers y mods constituyen un género en sí mismos, aunque su denominación sea confusa todos comen de clase media. Según las crónicas precisamente en el país que creó el término fair play, mods y rockers representan el juego limpio. Cuando compartes espacio y conversación con un rocker lo que transmite es sólo la devoción por las dos ruedas y la irrenunciable presencia de tus cercanos y aquellos que compartan pasión. Los motores eran los únicos y verdaderos protagonistas.
Mods vs Rockers en España
La cosa en España no fue demasiado distinta: si Loquillo, Los Rebeldes y otros de la escena catalana representaban el estilo rocker, en Madrid la comentada animadversión que se decía recíproca no estaba motivada por una confrontación política o ideológica, “la historia es que uno hace una cosa y el de enfrente hace algo diferente. Como nunca hemos sido capaces de respetar al de al lado siempre hemos terminado pegándonos”. Al mismo tiempo, el hecho de rivalizar por la hegemonía motera favorece este cara a cara: los rockers reivindican que surgieron antes y que nosotros cogimos su música, la transformamos y cambiamos el cuero por el traje y la parka y el café Racing por la scooter”, le cuenta algún protagonista de la movida madrileña a Javier Royo en Frontera d. Francisco Umbral afinaba la puntería: “Los mods, los del pop/rock madrileño de los 80, con gafas/antifaz y moto de mucha cilindrada, por las calles de Madrid, con camisa de cuadros y con un toque, el toque no sé qué, hay que tener el toque, un algo, o sacarle la lengua al persona, Los Elegantes en El Sol de Gastón, Quadrophenia con insignia y playeros, gabardinas de Bogart, Los Nocturnos de negro y pelo corto, fiestas mod con chaquetas de tres botones, el rock en Ventas, el besazo en Rockola…”.
Ser rocker era, según Loquillo, una actitud, no una forma de vestir ni una música concreta.
En un artículo recordaba: “El chico de la moto reina, así se leía en la pared de La ley de la calle, hoy película de culto de Francis Ford Coppola. En los primeros ochenta, los jóvenes rockers de Barcelona encontraron refugio en un código de conducta que bebía de la subcultura norteamericana de finales de los ‘40 con la aparición de los motoristas forajidos que inmortalizaran Lee Marvin y el referido Marlon Brando. A raíz de su estreno en la gran pantalla se dispararon en la ciudad las ventas de las motos Triumph y, cómo no, creció el negocio del cuero para vestir. El paisaje urbano de la Ciudad Condal cambió abocado hacia lo olímpico y los Centuriones se convirtieron en referente a pesar de los altercados que los mantuvieron en primera plana de los periódicos durante un tiempo. Con el tiempo, Centuriones pasó a ser el primer capítulo español de los míticos Hells Angels”. Pero esa ya es otra historia…
En definitiva, esta cultura tribal fue una trayectoria aderezada de caídas y respectivos revivals que consiguieron volver a poner a los mods y a los rockers varias veces en el foco de la actualidad. Entre ellos rara vez se probó la sangre, la pasión a dos ruedas siempre pesaba más. La rivalidad quedó para la literatura y sus hijos no reconocidos: siempre hay una primera vez para un primer amor salvo que seas motero, en cuyo caso hay espacio hasta para dos primeros amores. Es muy raro que los más veteranos que han pertenecido a una generación renuncien a su pasado porque en definitiva, cuentan, la patria de uno es su infancia y su adolescencia.
Fuente foto Rockers: Licencia CC Attribution-Share Alike 2.0; Autor: Paul Townsend
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