El otro día fui a un entierro y el muerto se parecía a Franco. Tengo tan poca cultura de la muerte que todos los difuntos se me dan un aire al dictador tumbado. No obstante, lo velé sin rencor.
Y es que comparare humanum est. Quién, cuando se para en un semáforo, no le da un repaso láser al de la moto de al lado.
No mide el brum brum grave o el fiun fiun agudo, la cilindrada, el carenado, la aerodinámica, la potencia, la equipación, o si apenas le llega el pie al suelo. Quién, si todas estas respuestas del sobrevenido test mental arrojan un resultado negativo para uno, no se apresura a concluir que bajo el casco seguro que hay un horco, pero seguro. Comparamos, comparamos, comparamos.
Y qué es una carrera sino un comparar de motos al aire libre.
A mí la expresión todo es relativo me gusta en la medida en que contiene un absoluto, en que se tumba a sí misma al tiempo que se levanta, y me disgusta en la medida en que abre una grieta por donde se cuela la posverdad y el todo vale y un sinfín de cosas estupidísimas que empiezan por yo. Así que prefiero decir que todo es comparable, como aquel libro de Óscar Tusquets que recogía las más inverosímiles comparaciones, entre ellas una de Dalí que aseguraba que los caracoles son como el Greco. Y lo argumentaba: el Greco, que nació en Creta, empezó pintando iconos típicos de la isla pero una vez en Venecia, se transformó en el más veneciano de los pintores venecianos, y ya en Toledo se tornó austero, sobrio, español profundo, de los de mano en el pecho.
Dalí defendía que el Greco era un artista inmortal precisamente por su extrema falta de personalidad, por su capacidad inaudita para metamorfosearse con el entorno, para transparentarse a través de su tiempo y ensayar así la eternidad. Como un caracol, que no tiene sabor y absorbe con avidez el del resto de ingredientes para acabar convirtiéndose en el rey del plato, en monsieur escargot. Para rematar su teoría, decía: “Además, cuando con mi tenedorcito extraigo el caracol de su caparazón, fíjate en cómo se alarga adoptando una apariencia muy similar a la de los santos que levitan en los cielos del Greco”. Incontestable.
Comparando no sé si nos acercamos a la verdad pero desde luego creamos puentes que conectan las distintas realidades. Y nos construimos. Yo soy un poco más alta, un poco menos rápida, un poco más deportiva, un poco menos chopper, un poco más trial, un poco más urbana, un poco menos absoluta cuando me comparo.
Me gusta además esa paradita que implica la comparación, cum parare. No se hace en marcha y a lo loco, sino que exige un alto en el camino para cotejar dos o más unidades (preferiblemente más de dos si no quieres que se te aparezca Franco), para realizar toda una serie de cálculos infinitesimales en apenas unos segundos que no conducen a ningún sitio.
De la comparación surge además la metáfora que, como todo el mundo sabe, es la unidad mínima literaria, la bomba atómica mental de mayor potencia jamás inventada que nos propulsa fuera de la realidad para hacernos aterrizar después en su mismísimo centro. Todos los grandes libros se han escrito por comparación. Umbral decía que la literatura está entre los delitos comunes, sólo robando de otros se aprende a escribir. Yo añado que robar es el resultado de haber salido desfavorecido tras la comparación.
Y es que no siempre se sale airoso, que se lo digan al escritor Hunter S. Thomson que decidió hacer una comparativa a lo gonzo de Los ángeles del infierno. Se infiltró en la tribu motera a petición de su editor de The Nation y durante unos meses recorrió con ellos las carreteras. El asunto terminó en una paliza salvaje al escritor y en un libro que lo narra.
A veces ni siquiera es necesario buscar fuera para comparar, no hay más que reunir a algunos de nuestros yoes en un mismo espacio. Eso hizo un Denis Hopper ya madurito en aquel anuncio en el que iba conduciendo un cochazo por la carretera y a su altura se colocaba un macarra melenudo, haciendo manspreading en una chopper (no se puede hacer más que manspreading en una chopper). El motorista era el mismo Hopper, 30 años más joven, recién llegado de Easy Rider. Y el viejo Denis sonreía al joven Denis con condescendencia y aceleraba, dejándolo atrás, en una metáfora no sé bien si del devenir del PSOE, o de la endiablada velocidad que alcanza la vida cuando ya se empieza a vislumbrar la meta. O tal vez se juntaron el hambre y las ganas de correr.
Hay veces que la comparación ni siquiera ha de hacerse de forma explícita, basta la sospecha. Recuerdo que cuando yo era pequeña, la madre de una amiga se compró una Yamaha. Era la ostia entonces que una madre, divorciada para más inri, condujera una Yamaha. Mi amiga me contó que el primer día, se paró en el semáforo junto a otra moto, y sin que nadie la rozara, ni tan siquiera la mirara, sin que soplara una brizna de viento, cayó al suelo, muy despacio, como vencida por el propio peso de la comparación mental. El caso es que el chico de la moto se bajó a ayudarla y acabaron en el bar tomando algo.
Es verdad que las comparaciones nos prueban, a veces nos hunden, otras aventan el fuego de nuestro ego pero siempre, siempre, atentan contra la soledad.
Fuente foto Destacada: Licencia CC Attribution-Share Alike 2.0; Autor: J.T (Jason) Thorne
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