Frente a mí se abre toda ella, la contemplo, todavía estamos a mediados de primavera y el sol dora toda la superficie hasta donde mis ojos abarcan. Aún no hace demasiado calor, pero de todos modos, el polvo del camino hace mella. Bebo unos sorbos de agua fresca de la cantimplora que llevo en la parte posterior del cinturón, hago ademán de ofrecérsela a mi compañera de viaje, pero no le hace falta, prefiere otro tipo de líquido. Cierro el tapón y me la vuelvo a colocar en su sitio.
Bueno, nos vamos, seguimos camino, cerca del millar de kilómetros nos esperan para acompañarnos en este periplo que hemos decidido llevar a cabo juntas, desde Brest- Litovsk, en la actual Ucrania occidental, la famosa Galitzia Oriental, hasta Moscú, capital de Rusia.
¡Ah!, es cierto, no te he explicado todavía, querida compañera de viaje, el porqué del mismo, tan “interminable” como interesante de llevar a cabo.
Todo empezó en el verano de 1.941, exactamente el día 22 de junio, recién comenzado el estío; esa madrugada el ejército alemán inició la Operación Barbarroja, la invasión de la entonces Unión Soviética, una invasión que se tardaría en rechazar 4 largos años, hasta la rendición incondicional de Alemania el 8 de mayo de 1.945, tras la toma de Berlín por las tropas soviéticas. Mi abuelo fue uno de de los combatientes que llevó a cabo el asalto final al Reichstag, pues era comandante de batallón de una de las unidades pertenecientes al 8º Ejército de la Guardia al mando del reconocido General Chuikov, el defensor de Stalingrado, en ambas ocasiones bajo el mando del Mariscal Zhukov y, en ambas ciudades, luchó mi abuelo, Yuri Wrangel, sí, familiar de aquellos generales de las guerras napoleónicas, de la Primera Guerra Mundial y de la posterior Guerra Civil.
Y he ahí la razón de este viaje, recorrer aquellos frentes en los que estuvo mi abuelo durante aquellos pavorosos años, tras haber encontrado en la buhardilla de la dacha familiar, una caja con fotos de él en aquellos tiempos y un diario de guerra; así que me decidí a leerlo y ver todas las fotografías que se conservaban en aquella caja.
También recordé, leyendo y mirando, las historias que, tanto mi abuela, desaparecida hace poco tiempo, como mi abuelo, me contaban de pequeña, cómo lo vivían, la emoción que sentían y los ojos llenos de lágrimas al rememorarlo y, por supuesto, la alegría tras la victoria y el reencuentro con la familia. Y cuando me llevaban todos los años al desfile de la Victoria del 9 de mayo.
Pero volvamos a nuestro viaje.
Frente a mí, el río Bug, tras él, la fortaleza de Brest-Litovsk. Aquí empezó todo. Mi abuelo estaba destinado como teniente de instrucción en la susodicha fortaleza tras haber llegado un mes antes de uno de los “campos de reeducación” de Stalin tras sus famosas purgas del ejército en el año 37, así que, todavía delgado y algo demacrado, allí que se plantó mi abuelo para seguir “redimiendo sus culpas” y allí le pilló el primer asalto de la guerra. Tras una semana de asedio y totalmente aislada del mundo exterior, la fortaleza cayó, pero mi abuelo y unos pocos más lograron evadirse y, sorprendentemente, llegar a sus propias líneas, líneas que se iban alejando cada vez más ante el imparable empuje alemán y lo hizo… ¡en moto!, una moto que, hoy por hoy, se sigue fabricando, aunque con una producción cuasi elitista, apenas unas pocas, 40 para ser concretos, 30 con sidecar y 10 sin.
En la primera versión, al igual que antaño, el sidecar llevará el soporte para la ametralladora que, en su momento, se llevó como defensa del binomio que la conducía y un anclaje para algún tipo de utensilio como un gato, una pala, o un pico, por ejemplo. Y todo ello como homenaje a la histórica Ural 70, encargada por el propio Stalin al conocer la BMW R71 del ejército alemán, aunque en honor a la verdad hay que decir que era menos estable en las curvas, como la Vespa con sidecar, bueno, algo más, una cosa intermedia entre la motocicleta alemana y la italiana; se construyeron 9.799 unidades de la Ural 70 en la fábrica sita “paradójicamente” en… sí, en los Urales, “coincidencias” que tiene la vida, querida compañera de viaje. Y he aquí la moto de la que hablo, con mi abuelo al mando de la misma.
Ambas recorremos la fortaleza y guardamos un minuto de silencio en honor a los allí caídos. Y seguimos camino hacia Minsk, capital de Bielorusia.
La verdad es que mi amiga no habla mucho, le gusta más escuchar, observar, sentir el viaje, cada vez me gusta más hacerlo en su compañía, me va cautivando, me va envolviendo… Nos conocemos desde hace mucho tiempo, pero desde que hemos vuelto a coincidir y comenzado este camino, cada día va a más nuestra amistad y… algo más… Ah, se me olvidaba, mi nombre es Ekaterina Wrangel.
En Minsk volvemos a guardar silencio ante el monumento a los caídos y luego visitamos la ciudad y tomamos unos tragos de buen vodka acompañados de pepinillos dulces, una combinación… muy viajera…
Y seguimos. Pero antes debemos dar de beber a la “niña”, pues como buena moto de los años 40, ¡bebe como una cosaca!, pues su motor de 649cm, 4 tiempos y dos cilindros horizontales a 180º, le dan una velocidad máxima de 95 Km/hora y 28cv, lo que no está mal para recorrer media estepa rusa en apenas una semana. Además, al no haber prácticamente curvas en el camino, el “desequilibrio” que se produce al girar hacia la izquierda, como que nos lo ahorramos la mayoría de las veces, excepto en las ciudades, pero se comporta bien. Y paramos en una gasolinera, menos mal que el motor no es el de la época, pues si tenemos en cuenta la calidad de la gasolina de entonces, sería totalmente imposible no destrozarlo, valga como ejemplo que el famosísimo Jeep Willis norteamericano de la Segunda Guerra Mundial utilizaba gasolina de… ¡5 octanos! Así que llenamos los 20 litros que permite el depósito y ya tenemos “refresco” para los siguientes 350Km, pues gasta 6 litros a una media de 50-60Km/hora, más que suficiente para los casi 2m y medio de largo, poco más de 1,5m de ancho, más uno de alto y sus 340Kg (más gasolina, aceite, equipaje y viajeras).
Si fuéramos directas a Moscú sin parar, estaríamos allí en dos días, pero pararemos a visitar otros frentes de guerra en donde se llevaron a cabo famosas batallas durante ese verano, otoño e invierno del 41. Curioso el sistema del cambio de marchas, se pueden cambiar tanto con el pie como en el manillar, lo que, bien pensado, es un acierto finalmente. Y la “niña” que no para de beber…
Y la estepa sigue imperturbable, inacabable hasta donde la vista alcanza, dorada, polvorienta, calurosa en cierta medida… Infinita. Dormimos al raso algunas veces, miramos las estrellas, nos miramos… surgen roces inocentes, no buscados, pero invitables… Y la estepa sigue abriéndose paso delante de nosotras, un paso lento, un paso rápido, un descanso y siempre el sonido del motor acompañándonos, constante, imperturbable al calor, el polvo, la lluvia o el frío, monótono la mayoría del tiempo por el simple camino que se hace al “andar”. Y andando, andando, pasamos por Smolensko, Viazma para, finalmente, llegar a la meta de nuestro recorrido, Moscú.
Aquí es donde mi abuelo, por fin, pudo dejar la moto para que la cuidaran y pusieran de nuevo a punto, si es que le hacía falta, pues se sigue comportando de la misma manera que entonces, salvando las distancias y las inclemencias del tiempo a lo largo del verano, del otoño y principios del invierno. Bien dicho, la Ural, copia o no copia, se portó de maravilla y lo sigue haciendo 71 años después o, por lo menos, es lo que pensamos mi compañera de viaje y yo misma. Y la niña que no para de beber y beber, bueno, y yo también, para qué nos vamos a engañar…
Y mientras bebemos, hablamos, nos reímos, cruzamos miradas cómplices cada vez más intensas y más tiernas, el corazón se me desboca en esos momentos en los que los ojos se miran los unos a los otros durante un espacio de tiempo que parece infinito, como la misma estepa, sin palabras, sólo miradas, aromas, sonidos entrelazados entre el sudor de mediados de primavera…
Algo me llena y me toca muy profundamente cuando miro a mi compañera de viaje…
Y llegamos a Moscú el día 8 de mayo; Moscú, la gran capital de Rusia, enorme, variopinta, clásica, histórica, decadente, moderna, innovadora… Se nota ambiente de fiesta, por qué será… Mi compañera de viaje y yo decidimos disfrutar Moscú la nuit, bebemos vodka, bailamos, paseamos, nos abrazamos y nos vamos a dormir a la casa de mis abuelos, repleta de recuerdos y, ahora también, de pasión…
9 de mayo, Plaza Roja de Moscú, desfile de la Victoria 71 años después, los batallones formados y la tribuna de personalidades e invitados, entre los que se encuentran todavía algunos excombatientes de la guerra, orgullosos, emocionados, repletos de medallas, ven el desfile con lo más novedoso del armamento ruso y, para finalizar, las tropas vestidas con los uniformes de la Segunda Guerra Mundial, incluida una compañía de motocicletas Ural 72 y 62, al frente de ella… Yo y mi amor, emocionadas al habernos sido concedido el honor de encabezar a ese grupo de motores monótonos, imperturbables.
Miro a mi derecha, veo en el asiento del sidecar la foto de mis abuelo en su Ural de la guerra y otra más con las fotos de mi abuela y mi abuelo el día que se casaron. Miro a mi amor de nuevo, después al frente con la cabeza bien alta y embargada por la emoción del momento; sí mi amor, tú y yo lo hemos logrado, aunque hayan pasado 71 años, sigues comportándote y siendo tan maravillosa como entonces, como en 1.941…
Mi amor tras el viaje que acabo de describiros, a que no se puede ser más preciosa, más maravillosa…
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