También otras joyas, en otra bolsa de plástico. No faltaba ninguna, estaban todas, según su hermana Clara. Había chequeado todo al dedillo, joya por joya, piedra a piedra, perla a perla. “No quiero que vuelva a pasar lo de aquella asistenta que le robó las dos cadenas de oro y el anillo de pedida, que era maravilloso y carísimo”. Él fingía que la escuchaba, quería salir de aquel lugar con olor a senectud y muerte.
[/bt_text][bt_hr top_spaced=»topMediumSpaced» bottom_spaced=»not-spaced» transparent_border=»noBorder» el_class=»» el_style=»»][/bt_hr][/bt_column][/bt_row][bt_row][bt_column width=»1/2″][bt_text]El notario les dejó tiesos, como era de esperar. Tampoco hubo sorpresa alguna al leer el sencillo testamento, plagado, eso sí, de faltas de ortografía. Su madre no guardaba demasiado en el banco, pero Juan heredó lo justo para la moto. Por fin podría permitirse el lujo de comprar la mejor, una moto como dios manda, una con la que había soñado toda una vida. Pero enseguida vino el dilema. A sus 50 recién cumplidos, su ilusión todavía no se había cumplido: recorrer la Ruta 66 en una Harley. De Chicago a Santa Mónica, y no Los Ángeles, como muchos piensan. Soñaba desde crío con la US 66.
[/bt_text][/bt_column][bt_column width=»1/2″][bt_image image=»6311″ caption_text=»» caption_title=»» show_titles=»no» size=»full» shape=»square» hover_type=»btDefaultHoverType» url=»» target=»_self» el_class=»» el_style=»»][/bt_image][/bt_column][/bt_row][bt_row][bt_column width=»1/1″][bt_text]
Empezaría en Chicago y comería en el Lou Mitchell, conocido por inventar nada menos que los donuts. En Chicago también soñaba con sacarse una foto en Cicero, pueblo de residencia de Al Capone cuando huía de la policía tras alguna de las suyas. Y de allí a St. Louis, donde se cruzan el Mississippi y Missouri. Luego Oklahoma, territorio Choctaw y Chickasaw. Y por supuesto Texas. Y ciudad de Amarillo, donde se comería un filete como el de El hombre que mató a Liberty Valance en el Big Texan Steak House. Una de tres kilos o de 72 onzas, como allí las llaman. Y finalmente Santa Fé y esos fabulosos y tan fotogénicos pueblos fantasma. De película.
[/bt_text][/bt_column][/bt_row][bt_row][bt_column width=»1/1″][bt_text][/bt_text][/bt_column][/bt_row][/bt_section][bt_section][bt_row][bt_column width=»1/3″][bt_text]Lo tenía todo pensado. Bueno, todo menos cómo decírselo a Emma. Llevaba meses dándole vueltas al tema en la cabeza. No sabía cómo hacerlo, ni idea, se quedaba en blanco. Qué palabras usar, y cómo diablos convencerla para que entendiese que quería ir solo, sin acompañante, sin ella, que odiaba la carretera. Intuyó muchos problemas y dio en el clavo
—Dime que es una broma.
—No, hablo completamente en serio. No pensé que te lo tomarías así, la verdad. Sabes que desde crío…
—¡Tienes cincuenta años, Juan!
—Baja la voz, estás en un restaurante.
—El dinero de tu madre era para una moto sencilla y el resto al banco, que no está el horno para bollos. Lo tenemos más que hablado. En tu agencia puede pasar de todo, bien los sabes. Ni Harley, ni viaje a la Ruta 66, Juan. Una moto normal, cariño. Para la ciudad, para tu trabajo. Punto.
—Emma, nunca he arriesgado, nunca me he permitido una locura, una aventura. En la vida. Siempre he hecho lo que me decía mamá, el jefe…
Juan estuvo a punto de decir su nombre, pero se reprimió a tiempo.
—Y yo. Dilo. Yo también. Ten el valor de decirlo. Mira, Juan, me suena todo a película de sobremesa: el sueño de madurez, la carretera, la libertad, Easy Rider. Por favor, madura de una vez.
—No veo el problema.
—Que es un cliché, Juan. Un cliché.
—Nunca he sido un hombre con imaginación.
—Para eso estoy yo, bobo —dijo Emma sin mirarle y haciendo el gesto de la cuenta al camarero.
—Yo no puse pegas al viaje a Roma con tus amigas de yoga. No me parece justo, la verdad.
—Por favor, fueron dos días. Y te los pasaste pipa bebiendo cerveza con tus amigos. Si no haciendo otras cosas que no me has contado…
El camarero se acercó con la cuenta y se la dio a Emma.
—Pago yo, que acaban de ingresarme la extra.
—Vale. ¿No lo podemos pensar un poco?
—No, amor. Necesitas una moto, no un juguete. Repito: madura.
—Tienes razón.
—No empieces, por favor.
—Es broma, caramba. Mañana vamos al concesionario como habíamos dicho y no se habla más del tema.
Lo dijo sin convicción alguna y esa noche no pegó ojo. Miró la pared como un enajenado durante horas. A la mañana siguiente se acercaron al concesionario y la volvieron a ver. El comercial, un joven de unos 30 y con una alopecia galopante para su edad, fue tan amable y atento como siempre.
[/bt_text][/bt_column][/bt_row][/bt_section][bt_section][bt_row][bt_column width=»1/1″][bt_image image=»6309″ caption_text=»» caption_title=»» show_titles=»no» size=»full» shape=»square» hover_type=»btDefaultHoverType» url=»» target=»_self» el_class=»» el_style=»»][/bt_image][/bt_column][/bt_row][bt_row][bt_column width=»1/1″][bt_text][/bt_text][bt_hr top_spaced=»topMediumSpaced» bottom_spaced=»not-spaced» transparent_border=»noBorder» el_class=»» el_style=»»][/bt_hr][/bt_column][/bt_row][bt_row][bt_column width=»1/3″][bt_text]“Motor de 125 con culata de tres válvulas, sistema de control de tracción ASR y ABS para una tracción perfecta hasta en situaciones de baja adherencia. Ah, y solo tiene que fijarse en la carrocería, que no es la de una moto normal. Está fabricada con aluminio, se nota la diferencia a leguas, no tiene nada que ver con otros modelos”. Juan palpó la carrocería mientras Emma contestaba nerviosa un mensaje con su móvil.
—¿Pasa algo? —le preguntó Juan.
— Marronazo en la oficina, me tengo que ir. Decídete y firma.
Salió disparada hacia el trabajo y Juan se quedó con el comercial. Le escuchaba, pero no le atendía. Se puso a fantasear con la Harley mientras el tipo seguía con su palique. “Bolsa de cuero para la estructura portabultos cromada, pantalla parabrisas y gama de equipamiento y ropa específica. Casco jet, camisetas, bolsos, jarras… lo que desee.
—9.000, ¿verdad? —le preguntó Juan.
— Así es, caballero.
No firmó. Abandonó el concesionario, caminó meditabundo, entró en el metro. A los veinte minutos estaba dentro del concesionario Harley. Y allí estaba ella.
[/bt_text][/bt_column][bt_column width=»1/3″][bt_text]Una preciosidad en azul. 1690 CC, 320 kilogramos, 22.900 euros. Mientras se veía quemar el asfalto americano, los sorprendió un comercial. Un hombre de unos sesenta y traje perfecto. Parecía el dueño del concesionario.
—Buena elección. Lo que más me fascina de ella es su aire nostálgico, de otra época. ¿No le parece?
—Desde luego, es preciosa.
—Recuerda a las clásicas. Grupo óptico delantero triple, las aletas, los neumáticos con banda blanca, las llantas de radios con los bujes lisos…
—¿Precio?
—22.900.
—No me lo puedo permitir.
—Puede financiarla
—Mi mujer me mataría.
—Convénzala.
—Usted no conoce a Emma.
— No, no la conozco. Pero sé detectar en una mirada lo que significa una moto para alguien. Y su mirada dice todo y más.
—Me está usted vendiendo la moto, y perdone el chiste fácil.
—Muy bueno, caballero, pero hablo en serio —dijo tras una discreta carcajada.
—Lo sé, perdone. Es una locura… no…
—Es el momento, está en la edad perfecta, permítase el capricho. Hágame caso. Conozco a tipos a los que les ha cambiado la vida una Harley. Hombres de su edad.
Emma le mandó tres mensajes. “Hola”. “Llegaría tarde”. “Movida en la oficina, tienes ensalada de pasta en la nevera, besos”. Decidió caminar. Caminó mucho, como no lo había hecho en años por Madrid. Plaza España, Gran Vía, Cibeles, Alcalá. En Antón Martín escuchó el glorioso rugir de una Harley. Otra preciosidad. Pensó en todo lo recorrido desde que llegó a la ciudad, en los tiempos de la facultad, las fiestas en el piso de Arguelles, las primeras novias, el día en el que conoció a Emma. Los primeros curros, en el bar, en garaje, en aquella horrible recepción…
Y por fin la agencia, el aburrimiento, el pasar los días, calentar silla, mirar el reloj, vacaciones en la playa. Y morirse otra vez de asco. Y los polvos por compromiso, obligados. Y la vejez, la indiferencia, las broncas, los numeritos, los gritos, los silencios, los lloros.
Cuando Emma llegó a casa estaba rendida. Gabinete de crisis, nervios, demasiada Coca Cola, demasiado tabaco. “¡Ya estoy en casa!”. Juan no contestaba. Lo buscó por la cocina, el baño, la sala, el trastero, hasta en el garaje. “¿Cariño? Ni rastro. Cuando se dirigió a la habitación de matrimonio, abrió el armario mientras se desnudaba. Casi toda la ropa de Juan había desaparecido. Perchas vacías. Ni rastro de la maleta con la que solía viajar. Se le empezó a revolver el estómago, le fallaba la respiración. Atacada, se giró y observó lo que había sobre la mesilla de noche. Su anillo de casado.
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