Era el momento perfecto para hacer algo que llevaba tiempo rondando por mi cabeza. Un viejo amigo había pasado un verano con la moto por Croacia y Eslovenia y regresó maravillado de la experiencia: “Los paisajes son preciosos, no hay mucho tráfico, las carreteras son bastante potables y la gente es muy acogedora”.
Así que eché mano del mapa y del calendario y me puse manos a la obra. Estaba muy contento con mi BMW 1200, que venía a sustituir a otra anterior a la que di una buena paliza. Hice todos los preparativos, revisé mi seguro de Pont Grup full equipe y me quedé tranquilo: cualquier tipo de incidencia que sufriera en ruta estaba cubierta en cualquier sitio. Los 2.100 kilómetros que separaban Madrid de Pula se hicieron más llevaderos por un trayecto gracias a las ciudades como Barcelona, Montpellier, Marsella, Mónaco, Génova, Verona, Venecia o Triestre.
La meteorología me respetó, apenas me llovió con insistencia en el tramo final de Italia enfilando la entrada a Croacia. Buenas carreteras y un tráfico, eso sí, más denso de lo esperado, hasta que entré en tierras croatas.
Pula me recibió con su imponente anfiteatro romano y su tumultuoso puerto. Aparqué la moto y paseé por sus encantadoras calles hasta desembocar en el Templo de Augusto, a unos metros del Arco Triunfal de los Sergios, o al menos así me dijeron que lo llaman. Allí decidí pararme a comer y disfrutar de mi primera cerveza local, fría y densa.
Pasaron los días y, como me adelantó mi amigo, la hospitalidad de la gente desbordó mis expectativas. Me dejaba llevar por sus recomendaciones, visité sitios que no aparecían en los mapas, comí en lugares a los que jamás habría llegado tirando de Tryp Advisor y dormí en casa rurales en emplazamientos paradisiacos.
Visité a algunos amigos fotógrafos con los que había compartido muchas horas en coberturas en otros lugares del mundo. Los atardeceres se estiraban cada día más y su luz rosada inundaba todos los rincones de sus parques naturales y lagos.
Camino de Zadar transité por serpenteantes carreteras jalonadas de vertiginosos acantilados y curvas enlazadas que invitaban a disfrutar del paisaje sin prisas. El Órgano del Mar y el Saludo al Sol me llamaron la atención. De Split recuerdo el esplendoroso Palacio Diocleciano y de la lujosa isla de Hvar, los campos de lavanda, romero y brezo. Un paseo que te dejaba ante las murallas de una ciudad no menos impactante, con sus palacios góticos, el monasterio franciscano o la Plaza de San Esteban. Y, por supuesto, su puerto. Toda Croacia miraba al mar y lo hacían de forma muy peculiar.
Todo iba perfecto hasta que regresando de Hvar, mi moto decidió tomarse un respiro. Circulaba a 80 kilómetros por una carretera costera cuando se fue viniendo abajo hasta detenerse. Probé a arrancarla de nuevo, cosa que hizo sin problema, para después volver a desfondarse. Decidí darle unos minutos, pero no había manera de que se mantuviese sin venirse abajo.
Estaba muy contento con mi BMW 1200. Hice todos los preparativos, revisé mi seguro de Pont Grup full equipe y me quedé tranquilo: cualquier tipo de incidencia que sufriera en ruta estaba cubierta en cualquier sitio.
Saqué los documentos, entre los que estaba el seguro. Abrí el libro y procedí a buscar algún tipo de referencia a ayuda en carretera o asistencia en ruta. Después de unos minutos entendí que el apartado al que debía remitirme era el titulado: “Cobertura de avería mecánica”. Estaba tirado en medio de Croacia, pero tenía localizada la carretera, así que no sería difícil dar mi localización a la amable teleoperadora que me atendió. Le di mis datos, la matrícula, el nombre, el número de la póliza del seguro y un par de minutos más tarde me dijo que esperase allí, la grúa no tardaría más de 30 minutos en recogerme y que no olvidase pedir la factura de la reparación para que me la abonasen al regresar a España.
Andaba husmeando las ciudades cercanas, donde podía recalar esperando que la avería no fuese demasiado grave, cuando vi aparecer una vieja grúa con los colores comidos por el sol. Apenas habían pasado veinte minutos desde que había hablado con el seguro, me sorprendió la eficiencia. Se bajó un tipo voluminoso, barba canosa, poco cuidada, y de unos cincuenta años bien cumplidos. Vestía un viejo mono azul de mecánico manchado de grasa y una enorme sonrisa que iluminaba su cara. “Hola, amigo”, me soltó tras bajarse. “¿Hablas español?”, le pregunté. “Un poco”, acertó a decir. Luego me explicó en un más que aceptable inglés que su hijo jugaba al baloncesto y había pasado en España un par de años jugando en alguna ciudad del sur que no recordaba y en Galicia. Ahora andaba por Italia.
Llegamos a un garaje muy desordenado, pero coqueto. A la entrada una Lambretta imponente captaba la atención de los visitantes. Me contó que la tenía hacía 30 años. “La quiero como a mi novia. Es la relación más estable que he tenido”, me soltó entre risotadas. Entonces descubrí, mientras revisaba la moto, que estábamos en un pequeño pueblo de apenas 15.000 habitantes. Atardecía y me recomendó un viejo hostal muy limpio en la preciosa plaza céntrica del pueblo. Allí llegué con esos andares ruborizados que solemos gastarnos con todo el equipo puesto. Después de una edificante ducha, salí a cenar a un restaurante que me recomendó la acogedora abuela que me registró en el alojamiento. Probé un plato típico de la comarca regado con un vino de la región y procedí a dar un paseo, llegando a desembocar, sin pretenderlo, al taller. Allí estaba el hombre que me recogió sentado en la puerta fumando un cigarrillo de liar con parsimonia.
“Buenas noches. Tengo una buena y una mala noticia. Empezaremos por la mala: el problema es de la bomba de la gasolina. Hay que cambiarla. La buena es que he llamado a un concesionario de una ciudad que está a 30 kilómetros de aquí y tendrán una lista para recogerla al mediodía. Así que tendré faena durante la tarde y se podrá marchar pasado mañana después de desayunar, si quiere”. Aquello me descuadró los planes, aunque en realidad no tenía nada planeado. Gradimir, que es como se llamaba aquel apacible hombre, debió ver mi cara de contradicción y dio un respingo en su taburete para acercarse a mí: “Haremos una cosa. Mañana usted cogerá mi Lambretta, y le mostraré una carretera costera que sale del pueblo y en la que no hay tráfico. Disfrute del día. Ha tenido la suerte de caer en un sitio idílico que no está aún infectado de turistas”.
A la mañana siguiente pagué un puñado de kunas en el hostal y enfilé el camino al taller, donde me esperaba Gradimir con la moto en perfecto estado de revista.
Me dejó descolocado. “No hace falta, de verdad”, le dije. “Insisto. Venga mañana después de desayunar. Le estará esperando la Lambretta”. Me fui aún algo desorientado por el ofrecimiento, pero me sedujo conducir aquella joya que mi anfitrión guardaba con tanto cariño. A la mañana siguiente me subí a la Lambretta y enfilé la carretera que me indicó y que iba a morir en otro pintoresco pueblo de pescadores donde disfruté comiendo el pescado más fresco que recuerdo. A la vuelta pasé por un supermercado que había visto al entrar en el pueblo y compré una botella de Jack Daniels para regalar a Gradimir. Cualquiera no te deja montar su Lambretta. Todo fue bien y cuando llegué a media tarde la moto estaba casi lista. Así que le propuse cenar en la plaza del pueblo y allí que nos citamos tras darnos una ducha. Gradimir era un hombre afable, parlanchín y un tipo con don de lenguas que chapurreaba inglés, francés, italiano y esas cuatro palabras en español.
A la mañana siguiente pagué un puñado de kunas, la moneda local, en el hostal, que al cambio me parecieron un precio ridículo, y enfilé camino del taller, donde me esperaba Gradimir con la moto en perfecto estado de revista. Le regalé la botella, que aceptó ceremoniosamente, me dio un par de recomendaciones para el camino de vuelta, y nos despedimos con un abrazo y una de sus sonoras risotadas. Mientras me incorporaba a la ruta agradecí que la “Cobertura de avería mecánica” de Pont Grup hubiese colocado a aquel tipo y a su Lambretta en mi camino. Aquella avería me regaló una sorpresa en mi viaje.
Bendita avería…
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