Jamás medité sobre ello porque la arrogancia de que nos provee la juventud es inmune a la realidad, al hecho incontrovertible de que somos mortales. Recuerdo que por entonces, mientras me preparaba para irme, en el revuelo de las llaves, la braga y el casco, ella musitaba su acostumbrada exhortación a que anduviera con cuidado, un ruego lastimero que yo vadeaba con premura, sin que una sola de sus palabras llegara en verdad a calarme, como si fueran un folclor doméstico antes que la justa aflicción de una madre. “No corras, hijo”, a lo que la puerta respondía “blam”.
Hoy sé que a partir de ese instante ella vagaba por casa, del dormitorio al salón y del salón al dormitorio; que intentaba en vano conciliar el sueño y que en las contadas ocasiones en que acarició semejante proeza, un nudo ingobernable se le acabó posando en el vientre, desbaratando el sosiego y decretando de nuevo el estado de alerta. Me asiste también la certeza de que a las horas en punto conectaba la radio y rastreaba el dial en busca de noticias, preferentemente en emisoras locales, y no creo equivocarme al aventurar que por balsámica que fuera la letanía del locutor, su desazón no encontraba remedio, pues achacaba la ausencia de sucesos (del suceso), a la evidencia de que, como cantara Sabina, “hoy, como siempre, el diario no hablaba de ti”. Ni siquiera descarto, dado que la vigilia es terreno abonado para los demonios, que ante el conocimiento de un fatal accidente cuya víctima no fuera yo, creyera cumplida una suerte de ventura cósmica por la que esa noche, al menos esa noche, nada malo podía ya ocurrirme, bien entendido que la cuota de sangre que exige el leviatán había sido satisfecha. Y sospecho, asimismo, que dada su querencia por la milagrería, de tarde en tarde ofrendara un cirio a San Cristóbal, o quemara incienso en el patio. Presumo, por lo demás, que si no abundaba en preguntas era por la necesidad de blindarse, de apartar de sí cualquier imagen que confirmara sus temores, quién sabe si invocando su íntimo derecho a no saber.
A ignorar, por ejemplo, que subido a la moto con Javier Andrade, y yendo yo de paquete, un súbito acelerón me dejó sentado en el asfalto, y sólo los reflejos del chófer que nos seguía impidieron que su coche me arrollara; o que en uno de mis accesos de temeridad (era, además de un conductor algo torpe, bastante temerario) atravesé el paseo de Gracia con el semáforo en rojo sin que, por fortuna, ningún vehículo cruzara en ese momento por alguno de los cinco carriles de subida; o que bajando la sinuosa Arrabassada a punto estuve de empotrarme en el guardarraíl. A dar la espalda, en fin, a mis continuos alardes de soberbia y estupidez, tal es la aleación de que estamos hechos a esa edad siniestra que es la adolescencia.
Fue hace poco, con ocasión del 16º cumpleaños de mi hija mayor, cuando todos esos recuerdos, que hasta entonces yo evocaba con una sonrisa, cobraron el aspecto de un desguace. La madre de Lola, con la que rara vez acierto a consensuar nada, le había comprado un ciclomotor y el verano (ese verano) estaba a la vuelta de la esquina. Hoy, en efecto, soy yo quien vaga por el salón, quien intenta en vano conciliar el sueño, quien, en las noches más aciagas, cuando los fantasmas se sublevan, rastrea sucesos (el suceso) en internet. Quien invoca, en suma, su íntimo derecho a no saber.
Esa tarde, después de que hubimos comido el pastel, reparé en que mi madre se deleitaba observándome, como si se estuviera cobrando una deuda ínfima, mas imperdonable, por el sinnúmero de noches en que la tuve en el alambre. Pero sobre todo, por el sinnúmero de noches en que no fui consciente de ello. Blam.
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