La gigantesca concentración anual en la famosa playa de Florida es la más concurrida y extravagante del mundo.
En marzo, la época de tormentas ya ha quedado atrás en la península de Florida. Y su invierno, que realmente nunca lo es, regala temperaturas agradables, lejos del calor asfixiante y húmedo que tomará el relevo algunas semanas después. Con semejante panorama, disfrutar de la moto es un planazo en el estado balneario, una especie de Marina d’Or a lo grande para la mitad de los jubilados de un país que tampoco es pequeño.
La demografía era diferente en 1937 pero no así lo paradisiaco de la playa de Daytona. Una extensa franja de arena en longitud y anchura que sirvió de inspiración para que unos cuantos quemados lo considerasen como el lugar ideal para celebrar una carrera de motos. Dicho y hecho. Un circuito oval de tres millas (unos cinco kilómetros), al borde del mar ocupando zonas sobre la mismísima arena y otras sobre incipientes tramos de asfalto.
Aquella excusa de una carrera en tan idílico escenario acaparó el interés de los aficionados al motociclismo entre las dos grandes guerras mundiales. Precisamente la segunda de ellas interrumpió durante tres años, hasta 1947, un evento que a partir de entonces ya cobraría el cariz de imparable. En 1960 se abandonó la competición callejera con la construcción de un enorme circuito para acoger esas carreras que hoy siguen siendo la excusa de la Daytona Bike Week.
Sin embargo, los diez días de desenfreno, exhibicionismo, pasión y excesos con la moto como argumento superan significativamente la trascendencia deportiva del evento.
En las mejores de sus 78 ediciones, más de 500.000 personas han desbordado la playa de Daytona y, por supuesto, todas las localidades aledañas. La calle principal (Main Street), que dirige el tráfico desde el interior hacia la costa, es el epicentro de la concentración, transformándose en una caravana constante e interminable de aparatos tan dispares como disparatados.
Cierto es que el universo Harley-Davidson sigue teniendo su dosis de protagonismo en Daytona, como en cualquier otro lugar de Estados Unidos. Pero allí llegan desde motos que parecen salidas de un desguace hasta deportivas con preparaciones imposibles, pasando por choppers inconducibles o custom recargadas de luces, horquillas infinitas, manillares sin sentido o triciclos ocupados por barbudos y chicas ligeras de ropa.
Porque lo importante en Daytona es dejarse ver y que te vean. Y, claro, conseguirlo en semejante ambiente no es precisamente sencillo, así que casi todo está permitido. En las motos y también en quienes las manejan o simplemente observan deslumbrados. Tipos enormes como torres, bikinis que cuesta adivinar que los son, tatuajes como forma de expresión, música en cada rincón, mucha cerveza y no menos bourbon.
La combinación debe ser calificada como explosiva, también sin duda apasionante e irrepetible. Lo de ver para creer podría haberse inventado para la Daytona Bike Week, diez días, para abarcar dos fines de semana, a comienzos de cada mes de marzo en una especie de carnaval sobre ruedas en el que nada parece fuera de lugar o chirría más allá de su extravagancia.
Para los aficionados americanos es una cita ineludible, pero con el paso de los años cada vez han sido más los motoristas llegados de todo el mundo queriendo comprobar con sus propios ojos que todo aquello que veían en fotos o vídeos era realmente cierto. Y lo es porque incluso los excesos se antojan tolerables cuando tienen algún sentido en este entorno.
Hubo un momento en el que tanto desfase llegó a irritar a los tranquilos habitantes de Daytona, hastiados de incidentes y accidentes, incluyendo víctimas mortales en las carreteras del estado.
Los continúa habiendo, desde luego, pero la testosterona parece haber dejado paso en cierta medida a un ambiente mucho más lúdico que agresivo. Y si a la ecuación se añaden los ingresos que la concentración genera, todos parecen algo más conformes con que siga la fiesta…
Desde meses antes es casi imposible encontrar una habitación de hotel decente en muchas millas a la redonda de Daytona, los precios de las motos de alquiler se disparan, los litros de alcohol que se sirven son sencillamente incalculables y las hamburguesas se colocan en las parrillas no a decenas, más bien a cientos.
Se venden y se compran motos, nuevas o usadas; algunos atrevidos inmortalizan su visita con tatuajes de esos que se quieren eliminar cuando la resaca desaparece; hay tenderetes para comprar casi cualquier pieza, accesorio o equipamiento que se pueda necesitar; chicas en bikini lavan motos por un puñado de dólares; los músicos actúan unos tras otros en diferentes escenarios y, sobre todo, nadie parece dispuesto a escatimar un centavo cuando se trata de vivir la semana de su vida…
Difícil es encontrar algo similar en cualquier otra concentración del mundo. Porque en Estados Unidos ya sabemos que los excesivo es lo normal y Daytona supone un escaparate inmejorable para que cada uno se luzca a su manera. Escasas limitaciones morales y ninguna formal incitan a que ellos y ellas den rienda suelta a toda esa adrenalina que quizá acumulan durante el resto del año en una existencia, indudablemente, mucho más aburrida.
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