Y luz, un chorro impío de luz que, paradójicamente, sume a la realidad en una suerte de noche americana desprovista de filtros.
A mitad de camino, en el cruce con la pista que se desvía hacia Ar Rutbah, al oeste de Irak (una de las ciudades más aisladas del mundo, había leído) vimos un cartel que decía: “A Bagdad, 600 kilómetros”; un remedo, pensé, de una de esas viñetas con que el gran Ibáñez sellaba las aventuras de Mortadelo y Filemón, cuando, tras el estropicio de rigor, éstos se escondían en algún lugar remoto. Disfrazados de qué, me pregunté. Y caí dormido.
Palmira, antiguo emplazamiento nabateo, era visita obligada para turistas desde que, a mediados del XVIII, una expedición británica dio noticia de sus ruinas, que consistían en una siembra de templos grecorromanos cuyas columnas, de más de 15 metros, parecían desafiar al sol.
Dominando, desde un montículo cercano, aquel yacimiento, se erguía un magnífico castillo medieval, al que se llegaba tras dos horas de caminata o en lo que la Trotamundos, un tanto enigmáticamente, describía como “transporte desde el centro”.
Aquel engendro, en fin, parecía un homenaje involuntario al Mariachi, a Aquellos chalados y sus locos cacharros, a Mad Max.
Con Cristina, mi mujer de entonces, y otra pareja, me dirigí al punto de donde salían lo que, según mi previsión, no podían ser sino autobuses (coches destartalados, a lo sumo), mas lo que allí había no eran autobuses, sino unos vehículos imposibles bajo los que se intuía una motocicleta. La osamenta, cuando menos, asemejaba la de una Impala, si bien las terminaciones (a fe que nerviosas) tenían algo de Harley, algo de rickshaw y aun el aire inconfundible de la mensakería. Anclado a la máquina con un candado (lo juro) había una especie de calesín destinado al transporte de pasajeros. Aquel engendro, en fin, parecía un homenaje involuntario al Mariachi, a Aquellos chalados y sus locos cacharros, a Mad Max. La guinda de tan insólito tuneo era algo así como una sombrilla que, ya en aquel instante, presentimos irónica. El atavío del chófer, o lo que diablos fuera, no desentonaba con el conjunto, máxime por las gafas de aviador que estrangulaban su rostro.
Tras el preceptivo regateo, emprendimos la ascensión a la loma, un trayecto que al decir de las guías no superaba los cinco minutos. Los terminaría por recordar de punta a cabo.
El primer susto sobrevino no bien iniciada la marcha, y se debió al temblor bíblico de nuestro carromato, que habría de acentuarse a medida que la carretera (ingenuamente, la habíamos imaginado asfaltada) se iba tornando en vericueto. A los pocos metros, los vaivenes eran ya severos latigazos, y en nuestros rostros, y muy especialmente en el de Cristina, empezó a atisbarse ese pánico, perfectamente catalogado, que atenaza a los usuarios de cualquier noria de arrabal. No era el caso de nuestro anfitrión, que con cada tarascada se volvía hacia nosotros y componía una mueca alucinada, mitad burlona, mitad altanera, mediante la que trataba de insuflarnos un resto de confianza en el destino.
Antes de encarar el repecho definitivo, nos detuvimos para llenar de agua un ignoto depósito que había empezado a echar humo, instante en el que todos, estoy seguro, sopesamos seguir a pie, aunque nadie se atrevió a sugerirlo. Hasta la cima, cada viraje fue un derrape inopinado, un amago de despeñamiento como el que clausura la persecución de camiones en En busca del Arca Perdida. El otro espejismo que fue cobrando nitidez fue el de los restos abrasados del motocarro que nos había precedido. Ya en el castillo, y mientras Khaled, que así se llamaba el piloto, se fumaba un cigarro, nosotros nos tumbamos sobre una roca enorme a contemplar el horizonte.
Fue entonces cuando Cristina me preguntó si querría tener hijos con ella; como quiera que yo no respondí, a ella se le encharcó la mirada.
– …
-Jamás veremos una puesta de sol tan hermosa.
Khaled apagó su cigarrillo y arrancó el motor. Detrás de aquel rugido, aguardaba la mitad de la vida.
Salí de Palmira mecido en estas palabras del capítulo I de Las ruinas de Palmira, del Conde de Volney: “Acababa de ponerse el sol, y una zona rojiza marcaba todavía su curso en el horizonte lejano de los montes de Siria; la luna llena se levantaba por el oriente, sobre un fondo azulado, en las riberas planas del Eúfrates; el cielo estaba despejado, el aire en calma; la luz moribunda del día aminoraba el horror de las tinieblas; la frescura de la noche calmaba el fuego de la abrasada tierra, y los pastores habían retirado sus camellos; la vista no percibía ya movimiento alguno sobre la llanura monótona y sombría; un silencio profundo reinaba en el desierto, y sólo a intervalos remotos oíanse los lúgubres acentos de algunos pájaros nocturnos y de algunos chacales”.
Sigo recitándolas como un rezo agradecido.
Hasta la cima, cada viraje fue un derrape inopinado, un amago de despeñamiento como el que clausura la persecución de camiones en En busca del Arca Perdida.
El esmoquin le quedaba demasiado ancho, Oscar Kesselman había adelgazado tras la operación de corazón. Aquella noche no iba a ser la más importante de su vida, que para él fue el nacimiento de su hija Pam, pero sí la de su carrera. Decidió ir antes, sin su mujer, para sentarse en uno de los cómodos sofás del hotel y pensar, meditar. Oscar conocía bien el hotel, por eso pidió que se celebrase en él su cena homenaje. No había dormido nada la noche anterior, nervioso, sudoroso, dándole vueltas a su texto, a las reacciones de sus compañeros y familiares, preocupado por no trastabillarse como en la boda de Pam. Se acercó un joven camarero, un espigado pelirrojo que no sabía llevar bien la pajarita.
— Es usted nuevo, joven.
— Sí, señor. Sustituyo a Bernard.
— ¿Le ha pasado algo?
— Se jubila, señor.
— Mira, ya somos dos.
— Lo sé, han organizado una gran cena. ¿Cómo será la celebración?
— Lo común: me presentan, doy un discursito, me aplauden y a escuchar halagos mientras me emborracho. Por eso quiero algo realmente especial para empezar esta velada. Llama a Matt, por favor.
— Enseguida.
Matt era el enano jefe de sala, un tipo chaparro de Dacota y siempre malumorado pero con un humor negro brillante labrado con los años de mala leche e incontables conversaciones de barra. Le trituró la mano derecha con uno de sus fuertes apretones. — Kesselman, va muy elegante. Hoy es el gran día de una leyenda.
— Es lo que le estaba comentando a tu nuevo chaval. Quiero algo verdaderamente grande para degustar los preámbulos.
— Louis, trae el Jenssen Arcana —le dijo al joven camarero.
Louis se dirigió presuroso al bar, abrió diligente la gran vitrina acristralada y sacó el caro brebaje con mucho cuidado.
— Una joya, perfecto para una celebración tan importante. El Arcana está añejado durante más de 90 años dentro de barricas de roble francés. Poderoso, de concentración extraordinaria.
— Dale.
Louis apareció enseguida con el coñac, una botella de cristal soplado con forma de corazón y metida en una caja que más bien era un sarcófago.
Como era de esperar, era un coñac escandalosamente bueno. Oscar se quedó solo paladeándolo. En la mesilla de mármol que tenía a su derecha, discretamente iluminada por una enorme y oscura lámpara Atollo, vio desplegados periódicos y suplementos. Usa Today, The New York Times, New York Post, el Newsday… Echó un perezoso vistazo a sus portadas, que le parecieron todas anodinas, sin nada que contar, una colección de titulares que le sonaban a leídos miles de veces: corruptos, terroristas, terremotos, bombardeos… Sólo le interesaban los deportes y, por supuesto, las motos. Jorge Lorenzo se acababa de proclamar campeón mundial por tercera vez. Admiraba a aquel chaval. Rossi había terminado cuarto.
Tras la lectura, disfrutando de la inconmensurable calidad de su bebida, feliz y ya mucho más relajado, Oscar Kesselman observó el viejo reloj de pared Junghans de tres cuerdas, se recostó en el mullido sofá de pana y se quedó dormido.
Lo despertó el elegante sonido del reloj, que marcaba las ocho de la tarde. Había echado un buena cabezada sin darse cuenta. Incorporándose, vio entrar a su mujer Stella en el hotel. Aunque era una mujer hermosa pero tirando a vulgar, esa tarde estaba radiante, con una enorme falda caqui plisada y una blusa granate abierta que enseñaba el canalillo de sus generosos, morenos y todavía firmes pechos.
Los dos se dirigieron a la entrada del salón de actos, donde los esperaba Dexter Nolan, hombre de confianza de Oscar de toda la vida, su escudero y fiel amigo. Dexter, un tipo orondo y sin un pelo en la cabeza, besó a Stella, abrazó efusivamente a Oscar y les presentó a Tony, joven presentador de la velada. El tipo les saludó con demasiada rigidez y los condujo al gran salón, en el que destacaba una foto en blanco y negro de Kesselman con su trofeo de 1973. La estancia empezó a retumbar por los aplausos de los allí reunidos. Oscar enseguida vio a sus colegas más cercanos, sentados en las primeras mesas. Los saludó con la mano de forma graciosa, juvenil para su edad. Guiñó su ojo derecho a su hija Pam, sentada junto a William, su marido, y a Nora y Elena, sus dos preciosas hijas. Más seguro de lo que él esperaba, se acercó al micrófono, sonrió, sacó su chuleta del bolsillo derecho y comenzó su discurso.
“Familia, compañeros, amigos… A todos nos tiene que llegar este momento en el que uno debe guardar el casco para siempre. Bueno, yo ya llevo años sin ponérmelo, como todos sabéis lo dejé en el 86. Pero como no puedo vivir sin las motos, seguí como manager de algunos de los mejores pilotos del mundo. Eddie y Randy están hoy en esta sala. Hola, chicos. He tenido una gran fortuna de trabajar con vosotros y la inevitable necesidad de echaros alguna bronca de vez en cuando.
Con Yamaha ganamos nada menos que tres campeonatos del mundo de 500 y uno de 250. Fueron días alucinantes, de nervios, tensión, miedo, esperanzas… ¡Tantas sensaciones en tan poco tiempo! Después, tonto de mí, cometí uno de esos errores gordos que cometemos todos en la vida. Creí, inocente, que podía valer para empresario. En todos estos años, crear mi propia compañía es una de la mayores cagadas que he cometido”.
Los asistentes rieron la ocurrencia. Stella le regañó con un gesto el lenguaje malsonante, pero también sonrió de forma cómplice. El tintineo de las copas era el sonido más escuchado en la sala, llena de gente, mayor en general, que atendía las palabras de Oscar con mucho respeto.
Los camareros servían con diligencia, sobre todo vino blanco, aunque algún que otro comensal ya había empezado a darle a las bebidas fuertes, sobre todo al güisqui. Oscar seguía hablando y se le veía muy suelto ante el micrófono, sabía narrar muy bien su vida y lo hacía con inteligencia y sutiles toques de humor. Le había llevado nada menos que dos semanas pensar, garabatear y finalmente escribir aquellas notas tan importantes.
Kesselman recordó minuciosamente los momentos de los campeonatos AMA, las victorias en Daytona y la legendaria borrachera que agarró en su playa con todo el equipo, que acabó bañándose en pelotas a las tres de la mañana. Fue el momento más divertido y álgido de su charla. Todos rieron largo rato aquella anécdota. Remató su discurso, y como era de esperar, agradeciendo el amor y apoyo de Stella y Pam.
“Y ahora cedo la palabra a mi amigo Dexter Nolan, más conocido, y no es culpa mía, como El Paje”. Entre las sonrisas de la platea, Dexter se encaramó al atril con algo de dificultad y recordó que Oscar fue de los primeros que usaron las rodillas para, en los giros, equilibrar la moto sobre la pista. También que fue el primero en usar la potencia para, a la salida de las curvas, hacer girar la rueda trasera. Tampoco olvidó que Oscar se enfrentó, con valor y sin dudarlo, al dominio de los chicos de Harley-Davidson. Lo hizo pilotando su poderosa Yamaha en el Gran Nacional.
“Señoras, señores, Oscar es uno de los únicos cuatro locos en la historia de la AMA que ha ganado el Grand Slam”, remató orgulloso antes de que lo aplaudieran.
El mejor momento de la noche, totalmente inesperado, vino cuando se dirigió al estrado su eterno y legendario contrincante, el francés Alain Archambault. Nadie se esperaba la aparición del ya mayor y achacoso piloto, cojo de por vida por un estúpido y brutal accidente. Oscar se emocionó de verdad al escuchar a su viejo contrincante, apoyado en su firme bastón de caucho. Archambault recordó que en el 81 cada uno ganó cinco carreras y que justo en la última vuelta de la última prueba chocaron. No pasó nada serio, afortunadamente. También desempolvó una vieja reivindicación: Kesselman fue uno de los primeros motoristas que denunciaron la precaria seguridad en muchos circuitos. Denunció recintos con heno alrededor de postes de la luz, orquestó una revolución entre los pilotos y hasta llegó a desafiar el monopolio de la Federación Internacional de motociclismo. Finalmente, Kesselman logró que llegaran verdaderos cambios para la seguridad de los circuitos.
“Gracias, compañero” fueron las dos palabras que cerraron el discurso de Archambault, respaldadas por otro gran aplauso.
Tras las intervenciones, todos cenaron. Terrine de quesos en calabacines con pan de semilla de calabaza, caldo de vaca con rollos de crêpe al sabor de trufa, ravioli relleno de lubina con salsa de azafrán, sorbete de manzana, filete de vaca sobre asado de hongos y helado de trufa y merengue. Los vinos servidos eran un tinto californiano del 2006 y un blanco Sauvignon del 2009. Oscar se decantó por el blanco y disfrutó de la cena en una mesa en la que Stella estaba a su derecha y la familia de Pam a su izquierda. Los acompañaron en la mesa Nolan y su mujer, Clare. En la amena conversación Oscar recordó su infancia en Chicago, los apuros familiares, la prematura muerte de su madre… Habría dado una mano por ver a su madre en esa cena, en esa mesa, a su lado. Los Kesselman eran emigrantes judíos y no se llevaban mal, aunque hacían dos cosas en exceso: trabajar y vociferar. Oscar no quiso hacer ninguna de las dos cosas. Era un chico callado y silencioso y no estaba dispuesto a meterse en el negocio familiar de comercio textil. Muy cerca del almacén que regentaba su padre, había un taller de reparación de motos. Su dueño era un joven irlandés llamado Thomas Matheson, del que el pequeño Oscar enseguida se hizo amigo. De él aprendió lo que era una moto por dentro y por fuera, Matheson fue para él como un médico enseñándole anatomía a un joven estudiante.
Un día Oscar le pidió lo que tanto había añorado durante meses: subirse en una de sus motos. Cuando lo hizo, Matheson y sus mecánicos no podían creer lo que ese renacuajo era capaz de hacer con una moto. Era una centella. Motivado, Thomás llamó a su amigo Lioner Scott, periodista del Tribune especializado en el mundo de las motos y que también quedó absolutamente fascinado por la destreza del pequeño Kesselman. Los contactos de Scott fueron fundamentales para que Oscar encontrara carreras, motos y lo más importante: patrocinios. Sin Scott el primer Mundial de motociclismo hubiese sido totalmente impensable. Y por descontado aquella noche, aquel homenaje, toda esa felicidad y sensación de plenitud, del trabajo bien hecho.
Tras la despedida, dando la mano a todos y cada uno de los que lo agasajaron, Oscar se volvió a sentar, esta vez junto a Stella y ya bastante achispado, en el cómodo sofá de pana. Lo despertó el sonido del viejo reloj, que volvía a marcar las ocho de la tarde. Por unos segundos, Oscar no supo dónde estaba, ni en que lugar, casi ni en que año, confuso, perdido. Cuando vio a Stella se relajó y soltó una carcajada.
— ¿De qué te ríes, querido?
— De nada.
Ella vestía de forma mucho más sobria que en el sueño. Ya no llevaba una blusa abierta, ni mostraba canalillo. Los dos se dirigieron a la entrada del salón, donde los esperaba Dexter, que besó a Stella y abrazó a Oscar. Esta vez no había ningún Tony. Los tres entraron en salón, en el que destacaba una foto en blanco y negro de Kesselman en bata blanca y posando en su primer laboratorio. La estancia empezó a retumbar por los aplausos de los reunidos ante el reputado bioquímico, experto a nivel mundial en enzimología. Oscar Kesselman observó a Pam, William, Nora y Elena y a sus colegas y alumnos. Se acercó al micrófono, sacó su chuleta del bolsillo y comenzó su discurso. “Familia, compañeros, amigos…”
Cuando acabó, disfrutó de la cena pensando que vivir aquel sueño tan increíblemente real hubiera estado muy bien. Pero su vida en el laboratorio tampoco había estado nada mal. Para nada, había sido apasionante. Eso sí, habría dado una mano por ver a su madre en esa cena, en esa mesa, a su lado.
Añadir comentario