Kike: No hay en Barna muchos bares como el Delaboite, un antro tan turbio, tan basura, y con esa rampa tan aseada, como de alarde socialdemócrata. Cuando hubo que instalarla el Floren andaba tieso y nos encargamos nosotros, con las cuatro maderas que se hicieron el Jordi y el Mazinger en el taller. ¿Un libro, un hijo, un árbol…? Para mí aquella rampa valió por todo: nunca he estado tan orgulloso de algo que construyera con mis manos. Hay una cosa que nunca te he dicho. La noche que la montamos entró un tipo, un desconocido, y empezó a bajar por la rampa como con indiferencia, sin…, cómo decirte… sin respeto; eso es, sí, sin respeto… sin conciencia de estar pisando algo que comprometía nuestro esfuerzo. A punto estuve de llamarle la atención, porque había previsto que el primero que bajara por la rampa fueras tú. Una inauguración, ajá. Pero luego sentí que inaugurarla te condenaba. Y, en cierto modo, condenaba a Mónica. Y lo dejé correr. Después supe que el tipo al que achacaba esa falta de sensibilidad era, nada menos, que David, tu asistente de Pont Grup. ¡Nada menos que David! Nunca me había sentido tan jodidamente miope.
Floren: Vosotros no sabéis lo que es el punto de vista del barman. Desde la barra todo se ve vulgar, y lo que a vosotros os parece una sesión prodigiosa a mí me parecía el público bailón de José Luis Fradejas. ¿Te acuerdas de Fradejas? Presentaba una sección en el programa Aplauso que se llamaba La juventud baila, de eso hace más de treinta años.
El tipo aparecía bajo una inmensa bola de espejos y se contoneaba, entre un remolino de veinteañeras, como se supone que lo hacía en las pistas de baile. Una pedagogía. Supongo que la intención era que pareciera que la sección estuviera hecha desde alguno de esos templos del dance que empezaban a proliferar en España, como el Studio 54 del Paralelo, al que habíamos llegado a ir con doce o trece años. Pues bien, lo que yo veía desde la barra también era un simulacro. Simpático, enternecedor, pero un simulacro. Hasta la noche en que te vi bailar junto con Mónica y David, tu asistente personal de Pont Grup, de quien ya te habías hecho amigo. Sonaba Cuatro rosas, una canción recia y hermosa como pocas, y tú te bamboleabas en la silla con una gracia sin igual. Como sabes, la llegada de David había despertado algún que otro recelo en desautorización, como si nosotros, tu círculo de amigos, fuéramos un hatajo de incapaces o algo peor. Aquella noche vi lo equivocado que estábamos. No, no porque David Pont Grup bailara contigo. Era más importante que eso: te había infundido la confianza necesaria para hacerlo.
Jordi: Fue en Sitges. Hacía tres meses del accidente y habías empezado a caminar pero te faltaba fuelle; eso decías, “me falta fuelle”. Nos habíamos conjurado para llevarte a todas partes, pero aquello nos superó. Yo sé que la peña te ha ido diciendo que todo lo hicimos de corazón, que no nos importó cargar contigo, que esto, que lo otro. Mentira. Era un coñazo. Eras un coñazo. Un problema añadido a los problemas habituales. Y el Festival de Cine de Sitges fue un tour de force. Las calles en pendiente, el apartamento sin ascensor, cines sin accesos… Sólo faltó que aquella tarde nos pidieras que te bajáramos a la playa. Un paseo por la orilla, querías. Con la silla. Por la orilla. Luego me sentí un mierda por lo que te dije. Un capullo.
David se percató, me llevó a un aparte y me dijo que no me preocupara, que lo que había sucedido era más o menos normal. Que a mí, en fin, también empezaba a faltarme fuelle.
Mazinger: ¿Sabes? Empezabas a recordarme a Abraracúrcix, el jefe de la aldea de Astérix, ese al que llevan aquí y allá sobre un escudo. Sobre todo el día del Razz, cuando los Suaves se vinieron arriba. Cómo no íbamos a arrancarte de la silla y llevarte a hombros por toda la sala. Se nos fue, sí, pero también Abraracúrcix acababa rodando por los suelos. Arverno, ahora me he acordado. El escudo de Abraracúrcix era el escudo de Arverno.
Mónica: Bueno, me toca a mí. No, tranquilo, no te voy a pedir que te cases conmigo. Tan sólo te diré que ha sido un placer. De veras, quiero decir. Al principio me pareció que con cada desplazamiento nuestras vidas se fragmentaban. Dos planos. Tú delante y yo detrás. Tú, además, veías el mundo a una altura distinta. A la altura en que lo ven los niños. De ahí, tal vez, la tendencia a protegerte, a sobreprotegerte: la protección siempre es sobreprotección. Pero no. Al cabo de unos días me había acostumbrado a tu tono de voz, que me llegaba tan mitigado como cuando me llevabas en la moto de paquete (aunque nunca me hiciste sentir que lo fuera). El caso es que acabé sintiéndome a tu abrigo. Como si fueras un parapeto que atenuara las urgencias, que me obligara a mirar, a levantar la vista y ver. Que me obligara a estar. A ser. De pronto el paisaje cobró un grosor inédito. Y todo fue más apacible, más amable, más sugestivo. Tres adjetivos, curiosamente, que tan bien describen a quien, en el fondo, fue el catalizador de tu recuperación, de nuestra recuperación: David.
David: No fue fácil. Incrustarse como asistente personal de un accidentado en un grupo tan cerrado, tan compacto, supuso un reto.Tratar de ahuyentar el fatalismo autocompasivo en que andabas enmarañado (algo bastante común en estos casos, todo sea dicho) capacitarte o, por mejor decir, (re) capacitarte para el desempeño de las tareas más ínfimas y cotidianas, que es bastante parecido a irte recordando quién eres. No fue fácil. Menos, cuando notas (hasta un punto físico, créeme) el escrutinio del grupo. En fin, aquí tienes tu regalo. La idea ha sido de Mazinger.
“No hay en Barna muchos bares como el Delaboite, un antro tan turbio, tan basura, y con esa rampa tan aseada, como de alarde socialdemócrata. (…) ¿Un libro, un hijo, un árbol…? …nunca he estado tan orgulloso de algo que construyera con mis manos”.
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