No sé si, como dicen, el éxito no es más que un fracaso perfeccionado, el arte del fracaso. Si echarse a llorar ante las propias limitaciones marca siempre el punto de partida de eso que llaman éxito.
Pero me hace gracia que gente tan admirable y triunfadora como Scorsese confiese temer en cada rodaje que aparezca alguien con verdadera autoridad para decirle: ¿pero qué hace aquí este impostor? Esa sensación de ser un fraude. Recuerdo también algo que le oí contar a Paco de Lucía. Iba conduciendo por una carretera de luz y polvo de México, país donde residía, cuando escuchó en la radio un tema que le pareció que sonaba extraordinariamente bien. Subió el volumen y, asombrado, reconoció sus propios dedos tocando su propia guitarra. Era él, Paco de Lucía, sonando en la radio. A partir de ahí ya solo pudo oír los defectos.
Fracasos los hay de muchos tipos: objetivos, subjetivos, externos, internos, de los que se ven venir y de los que, así pasen los años, nos siguen sorprendiendo.
Soichiro, el fundador de Honda, decía que el componente del éxito es en un 99% fracaso.
En 1978, la marca decidió dar el pelotazo y volver por todo lo alto al mundo de las carreras. Para ello encargó la moto definitiva a un equipo de brillantes ingenieros sin experiencia en competición: una máquina de cuatro tiempos (triunfaban las de dos entonces) con una aerodinámica portentosa destinada a arrasar en la pista: la NR550. Los pilotos Grant y Katoyamala fueron los elegidos para probarla en el GP de Inglaterra. El resultado: una de las motos se rompió nada más arrancar y la otra resbaló en su propio aceite y, tras la caída, empezó a arder. La NR 550 fue conocida a partir de entonces, y no sin cierta sorna, como la Never Ready. Y eso que era casi perfecta, apenas le faltaba un minúsculo 1%.
Otros fracasos del mundo del motociclismo se vieron venir ya de lejos, como la Haleson Steam Powered, una moto del año 1903, con una caldera de vapor de alta presión justo debajo del asiento, y altas probabilidades de que reventara en marcha. Era como conducir una olla a presión. Inexplicablemente tampoco funcionó.
La Shifty 900, de 1977, resultó sospechosa ya desde el nombre. Al ingeniero que la diseñó se le ocurrió la genial idea de acoplarle a la máquina el motor del Seat 127, uno de los más baratos y con menos mantenimiento del mercado. Quedó una moto ancha de caderas, como una boa constrictor con empacho, que requería además de una depurada técnica de tobillo pues había que dibujar con el pie las marchas en forma de H, como en el cambio manual del coche. No terminó de cuajar.
Y luego hay fracasos mucho menos explicables como la Aprilia Motó 6, 5 que diseñó el gran Philippe Starck. Una moto bonita, líquida, ecléctica, una moto diseñada con gusto para gustar a gente de muy diversos gustos. No gustó a nadie.
Pero si hay algo incuestionable es que el mundo de las motos es el mundo de las dos ruedas, ¿verdad que sí? Pues ni eso. El italiano Davide Cislaghi, allá por los años 50, lanzó al mercado la moto de una sola rueda, el monociclo a motor. En las fotos, aparece dentro de su rueda gigante, que es algo así como penetrar tu propia idea, un acto de onanismo destinado al fracaso, sin duda.
De ideas descabelladas tampoco se libraron las grandes marcas como BMW, que apostó por una moto con cadena de orugas en lugar de ruedas. Lo juro, es cierto.
Retrovisores para el casco o paraguas gigantes para motos quedaron arrinconados en el gran almacén de los fracasos, junto al Betamax, los Laser Disc, las pulseras magnéticas y los muebles de metacrilato.
Derrotas externas, visibles, mensurables, a veces históricas.
¿Pero y ese otro fracaso, el del subtexto, el que bajo el brillo del asfalto, corre como el agua sucia por las alcantarillas? ¿Ese fracaso interior, al que le da lo mismo que seas dueño de un imperio, como ciudadano Kane, o el dj mejor pagado del mundo? ¿Ese sólo detectable mediante el fracasómetro?
Me viene a la mente el fracaso de Joan Garriga que, tras ganar tres campeonatos de España, disputarle el campeonato del mundo a Sito Pons, meterse en drogas, traficar con drogas, tener dos infartos, perderlo todo, lo llevó a estamparse con su moto a los 52 años.
Me viene también el caso contrario, el de Oliver Sacks, escritor, neurólogo y sobre todo, motero. Tras una vida con sensación de fracaso- tardó en salir del armario por el rechazo de su familia, encontró tardíamente el amor- publicó una conmovedora carta de despedida, aquejado ya de un cáncer terminal, en la que agradecía haber amado y haber sido amado.
Porque como dijo alguien, vivir sin amor es posible pero morir sin él es pura desesperación.
Cuenta Sacks, en sus memorias, que la primera moto que tuvo, a los dieciocho años, fue una BSA Bantam de segunda mano, con un pequeño motor de dos tiempos y -como más tarde comprobaría- unos frenos defectuosos. Fue con ella hasta Regent’s Park lo que probablemente le salvó la vida, porque el acelerador se atascó cuando iba a toda pastilla y los frenos no tuvieron fuerza suficiente para detener la máquina. Afortunadamente, Regent’s Park está rodeado por una carretera y Sacks se encontró dando vueltas y más vueltas sobre una moto que no podía frenar de ninguna manera. Hacía sonar la bocina o chillaba para que los peatones se apartaran de su camino. Tras los primeros giros, todo el mundo le dejaba vía libre, le lanzaba gritos de ánimo cuando lo veían pasar de nuevo. Tras docenas de involuntarias vueltas al parque, por fin se agotó la gasolina, el motor petardeó y la moto se detuvo.
Tal vez en eso consista el éxito: en domar el fracaso hasta que simplemente se detenga.
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