Lolo en la pandilla tuvo una Honda y hoy tiene 45 años, Manu una Derbi y 43, Juan una Yamaha y 44 y Ricardo una Suzuki y también 45. No se veían desde la boda de Lolo. Toda la vieja pandilla, menos él, que estaba demasiado pendiente de la novia y los invitados, acabaron bañándose en pelotas en la playa de San Lorenzo. El agua estaba helada, pero tenían tal melopea que les dio igual. Lolo empezaba en Gijón su nueva vida. Nuevo trabajo y nueva chica, quizás la definitiva tras dos relaciones anteriores. Bea, la nueva, no los tragaba, aunque lo disimulaba muy bien.
Manu y Lolo, que había aterrizado por la mañana, fueron a buscar al resto al aeropuerto. Manu llevaba dos años en Ibiza y la conocía bien. Se había decidido por la isla tras un brutal ataque de ansiedad que casi se lo lleva por delante. Dejó Barcelona, su sueldazo en una discográfica y a su chica y se plantó en la isla con lo que tenía ahorrado, no demasiado. Se sacó el permiso para navegar con veleros, un sueño que tenía pendiente de realizar desde que era un adolescente. De mayo a octubre se sacaba un buen dinero paseando a turistas de cala en cala.
Llevaba semanas nervioso, con insomnio, pensando en la gran cita con los viejos amigos, la vieja cuadrilla. El primero en llegar al aeropuerto fue Juan. Su hijo Luis lo había llevado hasta allí. En el camino padre e hijo hablaron de la gran mejoría del chaval con la moto. Acababa de cumplir los 19 y de disputar su primera carrera en la modalidad de enduro, quedando de los primeros. A Juan le tocaba animarle y enseñarle, aunque el joven era muy orgulloso, como su madre. Juan tampoco es que fuese un maestro de la comunicación. Como buen vasco, la afectividad desbordante tampoco era lo suyo.
Tras despedirse de su hijo, Juan abrazó a Ricardo en la puerta de embarque. Lo hizo sin tapujos, con todas sus fuerzas. Los dos llevaban un equipaje muy frugal, amplias maletas deportivas como les había sugerido Manu. Ricardo tenía su asiento al fondo del avión y Juan cerca de la cabina de los pilotos, así que en el vuelo solo coincidieron en una cosa: en beber tres cervezas cada uno, a tres con cincuenta la lata. De perdidos al río, los dos estaban ya de vacaciones y lejos de sus respectivas vidas, parientas, familias y obligaciones. Sus rutinas quedaban en tierra, bajo aquella y blanca capa de nubes que veían desde sus ventanillas.
La casa de Manu era sencilla, pero tenía unas vistas alucinantes y estaba a solo 15 minutos del aeropuerto. A su alrededor se podían contemplar buenas villas, pero también casas alucinantes, verdaderas mansiones de gente con muchísimo dinero.
Manu había sido siempre el manitas de la pandilla y seguía arreglando la casa, que había alquilado medio destartalada. Como dijo a sus colegas, lo peor de la montaña era el frío del invierno y el calorazo de los meses más duros del verano. Pero el resto del año la isla merecía mucho la pena y también la casa. En ella guardaba su preciosa Vespa 98, de la mítica Serie 0 de la que únicamente se fabricaron 60 unidades. Manu les mostró con orgullo aquella joya que había comprado a un viejo millonario que había conocido en el puerto. Acababa de dejar la isla por un cáncer del que no se iba a recuperar.
—¿Cuánto pilla? —preguntó Lolo.
—No pasa de 60.
—Es una preciosidad…
—De las primeras que fabricó Piaggio.
—Por el número de chasis esto te ha tenido que costar una pasta.
—No os voy a decir lo que me ha costado.
—Te has camelado bien al viejo —dijo Ricardo.
—¿Cuántos años tiene? —volvió a preguntar Lolo.
— La edad de mi madre: 72. Y ahora a ver si acertáis a dónde vamos mañana.
—A la Pachá —dijo Ricardo.
—Frío, frio. Os doy una pista: necesitaremos gasolina.
—¿El barco? —preguntó Juan.
—Eso es el último día, ya lo tengo reservado.
—¡Motos! —gritó Lolo.
Bingo. A la mañana siguiente se dirigieron a recorrer Formentera como cuando tenían 18. Cogieron un ferry que salía a cada hora hacia la isla. Juan se mareó un poco con el oleaje, el barco se movía mucho por culpa de un mar demasiado revuelto. Ya en Formentera alquilaron cuatro Vespas PX 125 rojas y de arranque eléctrico. Tenían dos años y estaban como nuevas, limpias a pesar del polvo de la isla. Como en los viejos tiempos, se colocaron sus cascos y arrancaron. Gritaron, rieron, se insultaron y se picaron como hacía 25 veranos. Se palpaba la dicha en sus rostros, estaban rejuvenecidos. Juan, promesa de las motos en aquellos años, se esforzó por ser el primero de la pandilla otra vez. Y lo consiguió, aunque Lolo casi logra alcanzarlo antes de llegar al famoso faro de Cabo de Berbería, donde una turista holandesa les sacó una foto de grupo. Tras parar en una de las impresionantes calas de la isla, Manu preguntó: “¿Y si nos bañamos en bolas, como en la boda de Lolo?”.
Dicho y hecho. Volvieron a verse como sus madres los trajeron al mundo, a reconocer los genitales que habían descubierto en duchas y playas. También en aquellas barbacoas nocturnas en las que acababan todos en una carretera enseñando el culo a los coches que pasaban. Los famosos “calvos”. Ahora, eso si, no lucían aquellas melenas y tenían todos más kilos encina, sobre todo Lolo, que acusaba un perímetro digno de una urgente visita al endocrino.
Tras un largo y relajado baño, se vistieron y regresaron a las motos. Siguieron acelerando y quemando los motores, gritando, picándose a carcajadas. Juan volvió a llegar primero. De camino llenaron los depósitos en una gasolinera y devolvieron las motos en el puerto, donde recuperaron los 80 euros que había dejado de fianza. De regreso en el ferry Lolo no se mareó.
En casa se ducharon, prepararon las hamburguesas y las cervezas y se sentaron ante el fuego, una hoguera hecha con grandes restos de madera que Manu había sacado de una obra cercana. El cielo estaba despejado y exageradamente estrellado. Ricardo se fue pronto a la cama, se encontraba regular por un gripazo recién superado. Con catorce latas consumidas y aplastadas en el césped y un tercio de botella de tequila liquidado, Lolo, Manu y Juan empezaron a abrirse como en los viejos tiempos, como en aquellos largos, interminables veranos. Se expresaron con fluidez a pesar de sus lenguas de trapo y la curda que llevaban.
—¿Cómo va tu chaval con las motos? —preguntó Manu a Juan.
—Lleva desde los seis dale que te pego, pero no sé lo que durará. Cuanto más dure la hostia puede ser mayor.
Hubo un largo silencio roto solamente por el aleteo de un murciélago. Manu, algo confuso, dio un largo trago su cerveza y volvió a preguntar.
—¿Por qué dices eso? Con solo once estaba en el Campeonato de Velocidad, tu hijo es un crack.
—No quiero verle perder, sé lo que es eso. Creo que no hace falta que te lo explique.
—Ya es mayorcito para pegársela y limpiarse las heridas, todo eso lo dices por ti, no por él —dijo Lolo cortante.
Juan abrió otra lata. Lo hizo con disimulada furia antes de beber, respirar hondo y contestar a su amigo.
—El chaval es un loco de las motos porque lo ha visto en casa. La moto GP en la tele, mis medallas, mis fotos, luego la escuela de motos… Ahora entrena los martes y el fin de semana. Si yo hubiese querido ser futbolista en vez de piloto estaría dando patadas a un balón. Una cosa es la afición y otra llegar. Y os lo repito: no quiero que se la pegue, no quiero que sufra como yo sufrí.
—No entiendo, puedes tener un campeón en casa. Tienes que apoyarle y recordarle que si trabaja sin descanso, día a día y con tesón, llegará —insistió Lolo.
Otro nuevo y largo silencio rompió la discusión en los amigos. Los tres se quedaron observando las ascuas de la hoguera, llameantes todavía. Manu abrió otra lata y entró en la discusión.
—Lolo, creo que entiendo a Juan.
—Ilumíname.
—Antes deja que te haga una pregunta.
—Adelante.
—¿Juan no trabajó sin descanso, día a día y con tesón?
—No he querido decir eso.
—Pues lo parece.
—Paz, chicos —dijo un Juan apaciguador.
—No, hablo en serio. Me repatea ese discurso yanqui de “si trabajas de verdad, llegas”. “Si te lo propones de verdad, lo consigues”. Me parece peligrosísimo.
—¿Peligroso?
—Sí, Lolo, muy peligroso. Yo no tengo hijos, pero creo que a los chavales hay que decirles que en este mundo hay algo fundamental para llegar y triunfar, algo de lo que nadie habla nunca.
—Que es…
—La suerte, Lolo. Tocar la tecla adecuada, conocer a la persona decisiva, nacer en una familia concreta, padrinos, pasta. Tener suerte, Lolo. Juan fue un piloto alucinante, nos flipaba, todos creíamos que iba a llegar a lo más alto, que todos íbamos a estar orgullosos de él y que íbamos a ser su séquito. Nos veíamos ligando en los hoteles de los mejores circuitos del mundo. Pero Juan no tuvo la suerte que sí tuvieron otros y antes del pistoletazo salida, antes de empezar siquiera.
—Qué poético —ironizó Lolo.
—Es la verdad. ¿Quieres más poesía? Ahí va: La vida es una carrera amañada.
—Bueno, va. Míranos, estamos en Ibiza, bajo estas estrellas, no nos va mal —volvió a apaciguar Juan.
—Ya, pero ninguno ha llegado a ser lo que pensó que podría llegar a ser. Y nos lo curramos, Juan, trabajamos duro. Tú trabajaste muy duro, pero te faltó la suerte. Y a mí me pasó igual con mi música.
—Estás en Ibiza, compones, tocas, llevas un barco… ¿De qué te quejas?
—El barco no es mío, Juan. Llevo a turistas, tengo que escuchar sus aburridísimas conversaciones, sus chistes, tengo que limpiar sus meadas, sus restos de comida, sus latas de cerveza… A veces hasta sus condones. Trabajo diez horas al día entre la travesía de cala en cala y el cuidado diario del barco, que es una paliza. Diez horas diarias. No hay nada de romántico en ese barco ni en esta isla.
—¡Y luego Juan era el negativo! —dijo Lolo tras una sincera carcajada.
—¡Es lo que hay, chavales!
Juan se levantó sonriente, se tambaleó por culpa de su borrachera, observó la cuidada iluminación de las pudientes villas que les rodeaban y levantó su lata, ya caliente, hacia el limpio firmamento, plagado de estrellas.
—Brindemos por la vieja pandilla, que nos queda mucha vida por delante y la vamos a vivir juntos. ¡Por nosotros!
Lolo y Manu también sonrieron, se levantaron, se tambalearon y brindaron obedientes.
—¡Por nosotros!
—Y por tu chaval —dijo Lolo a Juan.
—Por mi chaval.
De regreso, Juan colocó la foto de grupo que les había hecho la turista holandesa con sus motos en el faro de Cabo de Berbería. La colgó en la pared de sus títulos y medallas juveniles y pagó la luz de la sala orgulloso de seguir teniendo a sus colegas. En su habitación se abrazó a su mujer. Aquella noche durmió como un tronco.
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Fotos:
Vespa PX125. Autor: Danzeb
Cabo Berbería 1. Autor: Formersar
Cabo Berbería 2. Autor: Vicens
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