Esta tarde lo he visto en mi viejo barrio. Me ha costado reconocerlo, tenía la camisa arrugada, los zapatos gastados, una incipiente barriga y el cabello parcialmente blanco, sobre todo sus pobladas patillas.
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También algo de papada. Su melena negra ya no era lo que fue en su día, su pelo era pajoso y ya se intuía en él la venida de una inevitable calvicie. Hablaba, en una barra de metal tan infame como el bar donde lo encontré, con un tipo mayor que él, de unos 55, muy gordo, de ojos saltones, mal aseado. Discutían a voces sobre motos mientras contemplaban una carrera en la tele del local, le daban a la cerveza y devoraban sin decoro unos cacahuetes. Me acerqué sin que me viera para escuchar su conversación.

—¿Pero qué dices? Pedrosa es un blando—dijo al cincuentón.

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—¿Me estás hablando en serio? Ese chaval se fracturó en cuatro partes la clavícula, ha tenido fractura en el peroné y en un metatarso del pie izquierdo.
—Qué lenguaje más fino, tronco, pareces su médico.
—Podrías tener algo más de respeto por un tío como Pedrosa. Te recuerdo que tiene tres títulos mundiales.
—Lo sé perfectamente. ¿Echamos otra? Venga.
—No, ni hablar, tengo que irme. Mañana me toca turno de mañana en la recepción.
—Marica.

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El cincuentón dejó un billete de 10 sobre la barra y se fue sin contestar a la grosería y sin despedirse siquiera de él, que permaneció indiferente sobre la barra de metal y viendo imágenes de la carrera que emitía el pequeño, desfasado y grasiento televisor. Su mirada era cansada, despistada, ausente. Era la típica mirada de un hombre sin luz, sin brillo, sin orgullo. Me entristeció. ¿Cuándo se empezó a torcer aquella promesa? Pero quizás no sea esa la pregunta. Puedo hacerme otras. ¿Cuándo descubrimos los demás que no valía para lo que estaba tan capacitado? ¿Cuándo lo descubrió él? ¿Cuándo lo fastidió todo?

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Es curioso que nuestras carreras discurriesen paralelamente, aunque cada uno en su terreno. Yo era una promesa periodística, él una promesa del motor. Yo gané mi primer premio literario y una beca estupenda, él sus primeras carreras. No he ganado el Pulitzer, para qué nos vamos a engañar, pero sí he podido dedicarme a lo que más me gusta: escribir sobre deportes y que encima me paguen por ello.

Y bastante bien. No ha sido fácil. Hasta llegar a donde he llegado y poder ganarme la vida con el periodismo he tenido que currármelo bastante, conocer a gente del gremio, colarme en redacciones, insistir a directores hasta la nausea, hacer guardias eternas y mal pagadas… Y ha merecido la pena. ¿Pero por qué él no llego a ser lo grande que podría haber sido, lo que esperábamos en la pandilla? Un dios, un campeón mundial si hubiese querido.

Empezó a ponerse baboso con una clienta de bastante buen ver, una morena de unos 35, de culo firme y pecho generoso.

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Ya llevaba demasiadas encima. Se le resbalaba la lengua al hablar y estaba sudado como un pollo. Me fijé por primera vez en su dentadura. Era desastrosa, parecían las teclas de un viejo piano comido por las polillas. A ella le daba bastante asco, era muy evidente. Hasta el camarero apartó la mirada para no ser testigo de aquel ridículo.

—No sabía que las estatuas caminasen.
—¿Cómo dice?
—De tú, guapa.
—Piérdete.

El camarero levantó la mirada para pedirle, con una mueca belicosa, que dejase de hacer el cretino con aquella mujer.

—Vale, vale. Ya no se puede ni soltar un piropo a una muñeca.
—¿Muñeca? ¿Coge el Delorean y vuelve a tu siglo, gilipollas.
—Además de guapa ingeniosa.

La mujer dejó su taburete y se desplazó a otra zona de la barra,

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apartada de él, que pidió algo más fuerte. Ginebra. Larios para más señas. Seguía sin fijarse en mí, sin reconocerme. Yo jugaba con ventaja, habíamos cambiado bastante los dos después de tantos años. Mis gafas, mi calva y mi barba cana me camuflaban perfectamente.

Continué pensando en los porqués. Había sido rápido, valiente, temerario… pero no tenía lo que había que tener. O las otras muchas cosas que hay que tener y cultivar para llegar de verdad, para conseguir ser alguien en la pista, para posar y sonreír en el podio. Para ser historia.

Lo admiré mucho, como todos en la pandilla. Llegué a quererlo. Fue un dios para nosotros. ¿Qué había fallado?, me pregunté saboreando la cerveza fría. Para empezar, siempre le faltó sacrificio. Frente a otros pilotos, era muy indisciplinado, muy vago, no se creía realmente el inmenso potencial que poseía. Inmenso. Carecía de verdadero

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interés, le faltaba tesón, empeño. No practicaba como los otros y siempre se le llenaba la boca con excusas baratas para no trabajar duro, para no currar, para dejarse llevar por la vida.

Pero la vida le pasó por encima, lo atropelló y lo dejó para el arrastre. Fui atando cabos. No era difícil. Nunca le interesó la preparación mental, no dejarse llevar por los nervios, las dudas, los complejos, las derrotas… Nunca supo creer en sí mismo. Estaba lleno de complejos y de miedos. Y cuando perdía se castigaba, hasta cuando se caía de la moto y se pasaba semanas recuperándose, curándose. Recuerdo habérselo recriminado, cuando todavía éramos buenos amigos.

Era el rey del barrio pero también vago, caprichoso, infantil, inconstante. Aceptaba la derrota como algo natural, como algo ante lo que se tenía que resignar en vez de luchar, pelear a cara de perro como hacen otros, los que valen, los que se lo creen, los que se quieren.

Me di cuenta de que estaba pensando

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con demasiados clichés.

Mi pensamiento parecía un manual de autoayuda. Pedí otra cerveza tostada mientras él rellenaba una arrugada quiniela con el pulso algo tembloroso y la mirada beoda.

Llegué a conocerlo bien. Aunque era bueno con la mecánica y conocía sus motos al dedillo, cada tornillo, aunque le encantaba mancharse el mono en el taller, nunca se tomó en serio su preparación física. Y por eso tenía poca resistencia. No era capaz de seguir el hábito de ejercicios diarios. Pasaba del programa regular, le daba igual estar en forma o no, con lo necesario que es en cualquier circuito. Además, aunque tenía una buena figura (testigo de ello fueron sus muchas conquistas, que todos envidiábamos) comía demasiado y de todo, tenía verdaderas ansias a la hora de comer. Tragaba más que comía, y eso lo hacía débil ante pilotos más delgados y tonificados. No le entraba en la cabeza que en las competiciones cada gramo cuenta, es fundamental, decide carreras, medallas, trofeos, miles de euros, millones.

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Recordé que comenzó con una Italjet, heredando la pasión por las motos de su hermano mayor, que hasta llegó a participar en las 24 horas. Su primera carrera, con una Honda MBX, la hizo a los 15 años y ni siquiera tenía el carné de conducir. Ganó en otros circuitos donde la constructora de su padre metió algo de pasta. Y por fin, creo recordar que en el 89, se proclamó campeón del circuito madrileño. Solo tenía 16 años. Y aunque fue tanteado por los equipos de Crivillé y Marínez Aspar, eso fue todo. Nadie lo llamó.

Salió a la calle a fumar. Lo hacía de forma lánguida, lento, disfrutando de cada calada. Sé quedó mirando, embobado, a un gato gris bastante desastrado. No era callejero, tenía collar. Al consumir el cigarro, lo arrojó con desgana sobre la sucia acera y volvió a entrar en el bar. Echó dos monedas a la máquina tragaperras, regresó a la barra y llamó al camarero. Su conversación me volvió a parecer un puro cliché, que es en lo que se había convertido su vida.

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—Ponme la última y esto de hoy a la cuenta.

—Lo de hoy y lo de hace meses. Ya vale.

—Es una…

—Mala racha. Te repites.

—Venga hombre, no te pongas así, que sabes que yo pago. Me tienen que entrar ahora unos pavos que me deben.

—¿Y tú sabes lo que me debes?

—Que sí, joder, que lo sé y te lo voy a pagar.

—La próxima todo por adelantado o no te pongo ni un vaso de agua.

—Venga, ponme la última.

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—Todo por adelantado.

—¡Que sí, ponme la última!

Tampoco supo hacer lo más importante: arrimarse al dinero, buscarlo, encontrarlo. Su padre, un constructor bastante chanchullero, era un desastre para eso. Como se dice popularmente, para acabar con una pequeña fortuna en la pista, hay que empezar con una gran fortuna. Era imposible tener una carrera de piloto sin dinero, sin mucho dinero o sin gente que lo consiga y que lo maneje. Y él no estaba en el grupo de los elegidos y además tenía un terrible problema con el poder, con la autoridad. No respetaba a los posibles patrocinadores ni a los captadores.

En el ultimo trago por fin me descubrió.

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Se quedó mirándome largos minutos, inseguro, dubitativo. Algo humillado. Entonces dejó su taburete y se acercó lentamente a mí. Le olía el aliento a rayos. Nuevamente recurrió al cliché:

—Yo te conozco.

—Y yo.

—Berna, tío. Los años que han pasado…

—Décadas.

—¿Sabes algo de los de la pandilla? Murió Herrera, ¿te enteraste?

—Sí, estuve en su funeral.

—Yo no pude.

—¿Has vuelto a ver a los otros?

—No.

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Agachando la mirada, con rostro arrepentido, sacó otro cigarrillo de su cajetilla de rubio. Pero no lo encendió, lo sostuvo entre su dedo índice y el corazón.

—Lo que hay que ver. El regreso de Berna “Carabuitre”, el hijo del tapicero.

—Ahora soy Bernardo Arsuaga.

—Lo sé, te van las cosas bien, te leo en el Marca.

—Gracias.

—No comparto todo lo que dices, pero tienes gracia, tienes retranca escribiendo. Joder, con esas gafas estás irreconocible. ¿Qué fue de tu pelo?

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—Me abandonó. Mi mujer también. ¿Y a ti cómo te va la vida?

—Voy tirando, con cositas de aquí y de allá, lo que me sale.

—¿Motos?

—No, eso se acabó del todo.

—¿Ni como mecánico?

—No, demasiado sucio. Y tengo muy mal la espalda. Oye, ha sido un placer volver a verte, amigo. A ver si nos vemos otro día por el barrio. ¡Te sigo leyendo! —dijo dirigiéndose hacia la puerta, tambaleándose.

Le hice una seña al camarero cuando desapareció.

—¿Vive cerca? —pregunté.

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—Aquí al lado, con su madre. No se va a perder.

—¿Se puede pagar con tarjeta?

—Sí.

—Cóbrame lo suyo —dije sacando mi cartera.

—24.

—No, todo lo suyo, Su deuda.

El tipo me miró como si hubiese descubierto un unicornio alado. Tardó en decirme la cifra. 384 euros.

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Iván Reguera

Ganador del premio “Cafè Món“ y finalista del Premio Euskadi con la novela “Liquidación“. Además de autor de otras obras de renombre, ha trabajado en diarios como “Otra Realidad“, “Periodista Digital“ o “Soitu“. En la actualidad Reguera es responsable de las páginas de cine del diario “Cuarto Poder“.

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